Teología bíblica

Los bautistas y la predicación: Lecciones de Annals of the American Baptist Pulpit [Anales del pulpito bautista estadounidense], de Sprague

Por Caleb Morell

Graduado de la Universidad de Georgetown y del Seminario Teológico Bautista del Sur, Caleb Morell es asistente pastoral en la Iglesia Bautista Capitol Hill. Puedes seguirlo en Twitter en @calebmorell.
Artículo
23.12.2021

Una de las dichas del ministerio pastoral es la camaradería con pastores de épocas pasadas. Soportar tensiones y experimentar alegrías similares crea un afecto especial entre los pastores que no deja de estar presente cuando reflexionamos sobre los ejemplos del pasado. Entre esas «tensiones» y «alegrías» del ministerio se encuentra principalmente la responsabilidad de predicar.

En este primer artículo, de lo que espero sea una serie acerca de las lecciones de Annals of the American Baptist Pulpit [Anales del pulpito bautista estadounidense], de William Buell Sprague, examino la práctica de la predicación entre los primeros bautistas estadounidenses [1]. Me centraré en cuatro preguntas, y dejaré que las biografías hablen por sí solas en respuesta a estas preguntas tanto como sea posible.

  1. ¿Cómo se preparaban para predicar?
  2. ¿Cuánto tiempo predicaban?
  3. ¿Usaban manuscritos?
  4. ¿Qué tipo de sermones predicaban?

¿Cómo se preparaban para predicar?

El patrón típico de la preparación de los primeros sermones bautistas estadounidenses es exhibido por Hezekiah Smith (1737–1805), un ministro bautista de Nueva York, que «entraba en su estudio los jueves por la mañana, y dedicaba el resto de la semana a prepararse meticulosamente para los deberes del día de reposo» (101). Stephen Gano (1762-1828), pastor de First Baptist Church of Providence, mostraba una preparación metódica parecida para «los deberes del día de reposo». Gano solía dedicar dos días completos para la preparación del sermón: «Los miércoles y los sábados los dedicaba fielmente al trabajo de la preparación de los deberes del día de reposo» (234). Como recordaba John Tallmadge:

Tenía por costumbre, al preparar su sermón, anotar en un pequeño pedazo de papel, su texto y las divisiones generales de su discurso, con referencias a pasajes de la Escritura y otras ilustraciones de su tema. Este memorándum, colocado en el libro que tenía delante, era una guía suficiente para sus pensamientos; y le permitía hablar con gran agilidad y fluidez (234).

A pesar de estos ejemplos de diligencia en la preparación del sermón, no todos los pastores tenían (ni buscaban) la oportunidad de apartar días para estudiar. Joseph Grafton (1757-1836), también de Providence, era recordado por «pasar poco tiempo en su estudio, pero mucho en visitas pastorales». Al escribir de su amigo Grafton, Samuel Smith recuerda que «rara vez había un día en que no saliera a ver a alguno de sus feligreses». Como resultado, «gran parte de su preparación para el pulpito ocurría en su carruaje» [2]. En ocasiones, cuando cabalgaba con un amigo conocido, se le observaba no sólo hablando de los planes de sus sermones, sino realmente gesticulando, como si los predicara desde el púlpito» (227).

Siguiendo con la reflexión sobre la vida y ministerio de su amigo, Smith recuerda cómo la disposición social de Grafton a veces se interponía en la preparación del sermón. Un sábado por la tarde, Grafton había estado conversando con varios amigos en su sala hasta las ocho de la noche, cuando le recordó amablemente a su visita que «ahora tenía una congregación culta a la que predicar, y que debía retirarse a su estudio para prepararse para el día de reposo» (227). Smith recuerda que se ausentaba «solo unos veinte minutos, cuando, cediendo a la fuerte tentación de abajo, bajaba corriendo y pasaba el resto de la noche en una charla amistosa» (227).

La forma más típica de dedicar diligentemente tiempo para la preparación del sermón se muestra en la agenda semanal de Horatio Gates Jones (1777–1853), como recuerda su amigo Rufus Babcock. Luego de descansar del trabajo de la predicación el lunes, ya para el martes o el miércoles, Jones solía haber escogido texto bíblico para el próximo domingo. Los jueves por la mañana, entraba en su biblioteca «poco después del desayuno» y dedicaba «varias horas de estudio continuo al tema seleccionado para su mensaje». Babcock relata que el Dr. Jones «rara vez salía de la habitación hasta que el bosquejo de lo que pretendía decir estaba fuertemente fijado en su mente» (459). A lo largo del resto del día, «ya sea en el campo o el jardín, o en la amplia sala de la mansión familiar». «resolvía, analizaba y modificaba las diversas partes del mensaje propuesto» hasta «asegurarse de que no podían ser arregladas más satisfactoriamente». Solo entonces, el Dr. Gates «plasmaba el bosquejo completo sobre papel». Completar esta etapa de la preparación del sermón el miércoles, o al menos el jueves, le permitía al Dr. Gates manejar las inevitables interrupciones el resto de su semana («los funerales o matrimonios, o los diversificados deberes de su pastorado»). El resultado era que podía afirmar: «normalmente, antes de la tarde del sábado, todo está listo». Al contemplar el diligente estudio de Gates y el comportamiento preparado que producía, Babcock reflexionó:

Nunca aparece el hombre de Dios con mayor ventaja en su círculo familiar, que cuando las últimas horas de la semana lo encuentran con la feliz conciencia de la debida preparación, y descansando en anticipación del tiempo del servicio público. ¡Cuán tierno, solemne y santo es el espíritu que ahora respira y difunde! El arco está sin doblar, pero en las manos; las astas están escogidas y listas; y el brazo se vuelve más vigoroso por la relajación temporal que ahora disfruta (459).

Así era la envidiable experiencia disciplinada de Horatio Gates Jones.

Aunque tal reposo es, indudablemente, el objetivo de cada pastor, todavía se puede extraer algún consuelo de la memoria de Basil Manly Jr., quien recordó una ocasión en la que su amigo William Theophilus Brantly preparaba un sermón para la tarde. «La campana sonó, indicando la hora del servicio» y Brantly se levantó con un suspiro audible, «apresurándose a escribir una docena de líneas en letras grandes y deformes», y comentando con una sonrisa, «mi sermón es como un insecto a medio formar en las orillas del Nilo: parte fuera, parte dentro» (501).

¿Cuánto tiempo predicaban?

En una época en la que una hora no se consideraba «de ninguna manera, una duración extraordinaria», William Parkinson (1774-1848) rara vez predicaba «menos de una hora» y sus oyentes «nunca se cansaban de él» (365). Esta duración parecía típica en las iglesias bautistas de la época. Babcock cuenta que los sermones de Horatio Gates Jones (1777-1853) solían durar «casi una hora» (460). En su primer sermón, aunque aún no era predicador, Spencer Houghton Cone (1785-1855) predicó «casi una hora» acerca de 1 Juan 2:1 a una congregación de 20 a 30 personas en una reunión de oración matutina en el día de reposo (646).

A pesar de este patrón de una hora de duración, no era inusual encontrar ejemplos de pastores que, por lo general, superaban ese tiempo. El general Briggs recordaba haber escuchado a John Leland predicar durante «una hora y tres cuartos» sin que «decayera el interés de la audiencia» (183).

Samuel Lamkin Straughan (1783–1821), que predicaba extemporáneamente y sin ser «muy metódico en su arreglo», solía predicar entre «una hora y una hora y media, ¡y a veces dos horas» (517)! Su biógrafo observó que sus sermones a menudo contenían material suficiente para «dos sermones ordinarios» y, sin duda, podrían haber «dado mucho fruto, si se hubieran escrito». Los sermones de Nathaniel Kendrick (1777-1848) eran recordados como «bastante largos», pero para mantener a su congregación en su sitio, a menudo citaba, «con deportiva aprobación, el comentario de su antiguo maestro, el Dr. Emmons, de que ‘quien predicaba menos de media hora era mejor que nunca hubiera subido al púlpito, y quien predicaba más de una hora era mejor que nunca saliera’» (486).

¿Usaban manuscritos?

Quizá la lección más sorprendente de estas biografías bautistas estadounidenses sea su aversión a los manuscritos. Una y otra vez, a los ministros se les elogia por predicar extemporáneamente o con anotaciones mínimas. Por ejemplo, Aaron Leland (1761–1833) de Vermont es recordado por poder hablar «con espontaneidad y sin ningún esfuerzo aparente» y sin el uso de algún «discurso escrito» (241). John Seamans (1748-1830) también es elogiado como un predicador que «nunca escribió un sermón», lo que demuestra que «tenía una mente de claridad y vigor más que común» (152).

En general, el uso de anotaciones y manuscritos parece ser retratado como un inconveniente. Cuanto menos dependiera el predicador de anotaciones, mejor. Así, por ejemplo, Samuel Jones (1735–1814) de Filadelfia era recordado por predicar «con gran libertad, y normalmente hablaba sin ningún manuscrito ante él, o a partir de anotaciones cortas» (106). Ahora bien, predicar sin un manuscrito no siempre produjo mejores predicadores. Un ministro recordaba de John Hastings (1743–1811) que «nunca predicaba ni siquiera con anotaciones cortas, y dudaba que alguna vez escribiera un sermón; aun así, sus pensamientos estaban generalmente bien expresados, y eran bastante consecutivos, aunque a veces pensaba que un poco más de premeditación habría hecho que sus discursos fueran algo más cortos» (173).

Al examinar el uso de manuscritos entre los primeros bautistas estadounidenses como un todo, se pueden hacer tres observaciones:

1. El desprecio hacia los manuscritos no parece ser exclusivo de los bautistas, sino que estaba arraigado en un prejuicio social casi omnipresente en la Nueva Inglaterra de la época.

2. Este recelo llevó a utilizar la predicación extemporánea como prueba para discernir si alguien estaba o no «llamado» al ministerio.

3. Debido al prejuicio en contra de los manuscritos y el hecho de que muchas de estas biografías están escritas como elogios, el uso de manuscritos estaba probablemente más extendido de lo que los anales dejan entrever.

Permíteme desgranar cada una de estas afirmaciones.

El prejuicio social contra los manuscritos en la predicación puede oírse en una declaración hecha por Francis Wayland cuando recuerda la predicación de su amigo Thomas Baldwin (1753-1826). Recordado como «uno de los más eminentes de su época», Baldwin «rara vez escribía sus sermones por completo», y rara vez incluso «se proveía de un copioso esqueleto» (215). Más bien, desde los primeros años de su ministerio, se acostumbró a estudiar y reflexionar sobre el texto y a limitarse a escribir las divisiones principales. Entonces Wayland hace este sorprendente comentario:

Aunque estaba lejos de tener prejuicios contra el uso de las anotaciones, era plenamente consciente, y sin duda muy verdaderamente, de que, al menos en Nueva Inglaterra, hay tanto peligro de depender demasiado de la escritura como de no escribir en absoluto (215).

En otras palabras, la práctica de Baldwin no estaba arraigada en algún desprecio personal hacia los manuscritos. Personalmente estaba «lejos de tener prejuicios contra el uso de anotaciones». En cambio, era consciente «de que, al menos en Nueva Inglaterra», existía un estigma social contra «depender demasiado de la escritura». Así que la predicación de Baldwin se acomodaba a su contexto social.

Esta aversión hacia el uso de manuscritos en la predicación tampoco parece distintiva de los bautistas. Al contrario, la práctica desarrollada por los congregacionalistas, y que parece ser utilizada a menudo por los bautistas, consistía en utilizar la predicación extemporánea como prueba para la ordenación. Cuando aún era congregacionalista, William Elliot (1748-1830) fue desafiado a probar que su llamado al ministerio era genuino, predicando un texto que le fue dado «a la misma hora en que se inició la reunión de la iglesia». Sólo después de predicar con éxito y de forma espontánea a partir un texto que se le entregó al comienzo del servicio, «se estableció en todas las mentes que él [fue] llamado por Dios para predicar el Evangelio» (239).

Los bautistas parecían, al menos en ocasiones, utilizar pruebas similares antes de que un predicador recibiera su licencia. Por ejemplo, Elisha Andrews (1768-1840) de Vermont fue probado al mismo tiempo que su primo. Según los «ejercicios introductorios habituales», se le asignó un texto y se esperaba que lo expusiera extemporáneamente de la mejor manera posible «con el fin de obtener la licencia de predicador» (270). La primera vez que esto ocurrió, el primo de Elisha no pudo llegar muy lejos. Entonces le tocó el turno a Elisha con el mismo texto y «enseñó lo que resultó ser un sermón bastante aceptable» (270). La segunda vez, una semana después, Elisha se vio «obligado a detenerse antes de haber terminado la introducción de su sermón» (270) mientras que su primo «hizo un esfuerzo muy exitoso». El resultado fue que el primo de Elisha fue autorizado, pero Elisha no.

De hecho, la predicación extemporánea no sólo era vista como una prueba para la ordenación sino también como una «insignia de honor» del predicador. Como relata B. T. Welch, un opositor congregacionalista del gran predicador bautista John Leland (1754-1841) difundió el rumor de que «el Sr. Leland no predicaba extemporáneamente, sino que escribía sus sermones, y los escribía de memoria» (185). Tan grande fue este insulto que Leland respondió a esta acusación aceptando el reto de predicar extemporáneamente en la casa de reuniones de la congregación sobre un texto de su elección. El día señalado, se abrió la casa de reuniones y se le entregó al Sr. Leland un papelito cuando se disponía a subir las escaleras del púlpito. No abrió el trozo de papel hasta que se levantó para comenzar su sermón, y entonces lo abrió tranquilamente, diciendo que no sabía cuál era el texto, pero que lo verían rápidamente; y al buscarlo en la Biblia, encontró que decía así:

«Así Balaam se levantó por la mañana, y enalbardó su asna —y mientras lo anunciaba, dijo que, si hubiera buscado en toda la Biblia, no podría haber encontrado un texto más apropiado—. Nos trae a la vista —dijo— tres cosas: un profeta, un asno y una silla de montar. Balaam, el profeta, que amaba el salario de la injusticia, y representa muy bien a la clase que oprime a sus semejantes (por lo demás, los congregacionalistas); el asno, un penitente portador de cargas pesadas, representa a los que son oprimidos por ellos; y la silla de montar es la exacción injusta que se hace de estas denominaciones oprimidas» (185).

Lo que siguió fue un sermón que obligó incluso a quienes no estaban de acuerdo con su mensaje a reconocer la notable prontitud, sagacidad y agresividad de la predicación de Leland.

A pesar del prejuicio contra los manuscritos, muchos predicadores bautistas hacían buen uso de las anotaciones. Aunque no escribía «un sermón», William Batchelder (1768-1818), de Massachusetts, meditaba sobre el texto y escribía «esqueletos» a partir de los cuales predicaba con «fluida elocuencia» (325). Aunque Roswell Burrowes (fallecido en 1837) «no acostumbraba a presentar sus sermones a partir de un manuscrito», sin embargo, «rara vez predicaba sin haber escrito al menos el plan de su discurso, y no pocas veces la mayor parte de todo lo que pronunciaba» (112). Un lenguaje tan cuidadoso sugiere que algunos predicadores pueden haber utilizado manuscritos o, al menos, anotaciones extensas más de lo que sus biógrafos pueden recordar. Por ejemplo, William Duncan escribió sobre Thomas Ustick (1753-1803) que «sus discursos… eran evidentemente premeditados, y arreglados con devoto cuidado, aunque, creo que no se escribió nada más allá del esbozo» (168).

Sólo unas pocas biografías reconocen de manera explícita el uso de manuscritos. Charles Thompson (1748-1803), pastor de of First Baptist Church de Swansea, Massachusetts, predicaba sermones que «a veces estaban escritos, pero nunca se veía su manuscrito en el púlpito, y su lenguaje era generalmente el que se le proporcionaba en el momento» (134). Aún más extraordinario fue el ejemplo de John Stanford (1786-1834), una de las principales figuras bautistas de su época, que preparaba sus sermones escribiéndolos en papel y luego confiando la mayor parte de su sermón a la memoria:

Acostumbraba a ordenar sus pensamientos para el púlpito en un papel, y a hacerse dueño de su tema, confiando el esquema, así preparado, a la memoria, y luego a predicar sin ningún manuscrito ante él, de modo que su predicación tenía la apariencia de ser extemporánea. (250)

Un último ejemplo positivo del uso de manuscritos es el de William Staughton (1770-1829), pastor en Filadelfia, Pensilvania, que fue recordado por predicar tres o cuatro veces en un domingo a multitudes de miles de personas. Así es como Daniel Sharp recuerda su predicación:

Aunque sus sermones no estaban completamente escritos, no eran para nada efusiones extemporáneas; eran el producto de muchas y variadas lecturas, y de una profunda y paciente reflexión… Durante el período en que estuve con él, nunca le oí en el día de reposo más de una o dos veces, cuando no tenía anotaciones de su discurso, más o menos copiosas. Sin embargo, las usaba con tanta pericia que las personas que no las veían no sospechaban que tuviera algún papel delante. (340)

Para concluir, debido el estigma social contra los manuscritos demostrado por el celo con el que Leland trató de defender su honor tan impugnado por la acusación de «memorizar» sus sermones, y el cuidado tomado por Thompson y Stanford para evitar «la apariencia» de llevar un manuscrito al púlpito, puede asumirse con seguridad que un mayor número de predicadores bautistas usaban manuscritos de lo que los anales dejan entrever. De hecho, dada la codiciada «insignia de honor» que era la predicación extemporánea en aquella época, quizá el verdadero titular sea el hecho de que sólo la mitad de las biografías mencionan que la predicación de un pastor era «sin manuscritos».

¿Qué tipo de sermones predicaban?

Si bien los anales no reproducen ningún sermón, las descripciones de la predicación bautista permiten resumirlos como exposiciones evangélicas de un solo versículo. Estas parecen ser las tres características principales del tipo de sermones que predicaban los primeros bautistas estadounidenses.

Por un «solo versículo» quiero decir que el patrón predominante parecía ser elegir un solo versículo, o dos como máximo, como texto para el sermón dominical. Hay demasiados ejemplos de esto para contarlos. Aunque son anteriores a la práctica de C. H. Spurgeon, los bautistas estadounidenses parecían caracterizarse por hábitos de predicación similares. A menudo elegían uno o dos versículos de un texto de las Escrituras que les impactaba durante la semana, en contraste con la predicación de sermones expositivos consecutivos a través de un libro entero.

Como se ha mencionado, Horatio Gates Jones (1777-1853) solía elegir su texto el martes o el miércoles (459). De hecho, a lo largo de todo el tomo, sólo encontré una referencia a un pastor que practicara exposiciones continuas. Como pastor de First Baptist Church de la ciudad de Nueva York, William Parkinson (1774-1848) predicó veintiséis sermones sobre la bendición de Moisés de Deuteronomio 33, que posteriormente se publicaron en dos tomos en 1831 (364). Con toda probabilidad, esta práctica de predicar un solo versículo facilitó en gran medida la práctica de la predicación extemporánea. Cualquier expositor experimentado sabe que predicar un solo versículo sobre la marcha es mucho más fácil que predicar un capítulo entero o más extemporáneamente.

En segundo lugar, la predicación de los primeros bautistas estadounidenses era evangélica. Este era quizás el principal ingrediente de la predicación bautista: si tenía o no el efecto de convencer a los pecadores y de incitarlos a correr a Cristo. Así, recordando una de las pruebas de ordenación, solo se determinó que William Elliot (1748-1830) estaba llamado al ministerio cuando predicó un «discurso evangélico» (239). Del mismo modo, la predicación de William Batchelder (1768-1818) era querida precisamente porque «sus oyentes testificaban que, por muy cómodos que estuvieran de mente cuando se sentaban a escucharle, él inevitablemente hacía pedazos todos sus ropajes de justicia propia, y los dejaba desnudos, y suplicando el vestido de la salvación de manos de Cristo, el Redentor» (325).

El más destacado entre los predicadores de «sermones evangélicos» fue John Leland, quien solía comentar que «predicaba algunos de sus mensajes más interesantes cuando tomaba un texto del Antiguo Testamento y predicaba un sermón del Nuevo Testamento» (183). «Si tomo mi texto en el Génesis —decía—, mi conclusión me lleva hasta el tercer capítulo de Juan. Si empiezo en Apocalipsis, debo volver atrás, y terminar mi sermón en el mismo tercer capítulo de Juan». Como continúa diciendo el general Briggs: «No creo haber oído nunca [a Leland] predicar un sermón en el que no se ilustrara y verificara esta observación, cuando la gran verdad pronunciada por el Salvador a Nicodemo no fuera, en términos, proclamada y aplicada a sus oyentes» (182). A saber: «¡Os es necesario nacer de nuevo!».

Por último, los primeros sermones estadounidenses eran expositivos. Se tomaban en serio el texto y se esforzaban por explicarlo fielmente, como lo demostró John Tripp (1761-1846), a quien se le recuerda por tener siempre un gran «cuidado en dar el verdadero significado de su texto» (279).

CONCLUSIÓN

Al final del día, muchos de estos primeros bautistas estadounidenses carecían de los refinamientos educativos de sus compañeros y habrían mirado con comprensible envidia las oportunidades que hoy se ofrecen a los aspirantes a predicadores para cultivar sus dones. Pero lo que poseían y lo que exhiben en las gastadas páginas de los Annals of the American Baptist Pulpit, de Sprague es un celo por la Palabra de Dios, la gloria de Dios y las almas de los hombres y mujeres perdidos. Este celo ocasionó uno de los mayores movimientos de predicación en la historia de la iglesia y condujo al crecimiento de la denominación bautista de apenas unos 10. 000 en 1776 a 100. 000 en 1800 y luego a 800. 000 en 1848 [3].

¿Cómo sería que ese celo caracterizara a nuestras iglesias hoy en día? ¿Qué haría falta?

En su lecho de muerte, Thomas Montanye (1769-1829) mencionó tres razones por las que desearía vivir más tiempo: «Una era que pudiera hacer algo más en beneficio de su familia». Otra era «que los asuntos de otros, confiados a su cuidado, pudieran ser finalmente ajustados». Pero «la tercera y más importante» era «que pudiera ver a las iglesias de su entorno provistas de ministros sanos, piadosos y fieles» (267). ¡Que ese mismo celo se recupere hoy en todos los púlpitos, y que lo que Montanye oró en su lecho de muerte ocurra en todos los ministros del evangelio!

 

Traducido por Nazareth Bello

*****

[1]. Annals of the American Baptist Pulpit [Anales del pulpito bautista estadounidense] es el sexto tomo de una serie de nueve tomos editados por William Buell Sprague (1795-1876) y publicados entre 1858 y 1869. Estos tomos contienen «anotaciones conmemorativas de distinguidos clérigos americanos de varias denominaciones desde el primer asentamiento del país hasta finales de 1855, con introducciones históricas». Como tal, se considera uno de los grandes clásicos de la historia biográfica de la iglesia. Log College Press ha tenido la gentileza de poner a disposición toda la serie en línea en https://www.logcollegepress.com/william-buell-sprague/?rq=sprague.

[2]. Era un carruaje tirado por caballos para una o dos personas, normalmente uno con la parte superior abierta y dos ruedas.

[3]. Thomas S. Kidd, Barry Hankins, Baptists in America: A History [Bautistas en Estados Unidos: L historia] (New York, NY: Oxford University Press, 2015), 77. La misma trayectoria se dio en Inglaterra, donde los bautistas pasaron de 20. 000 en 1790 a 888. 623 en 1851 (Véase The Expansion of Evangelicalism vol. 2 de John Wolffe (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2007), 223.