Liderazgo

Los sabios son hombres y la verdad es la verdad

Por Brad Littlejohn

Brad Littlejohn es el presidente de Davenant Trust. Puede encontrarlo en Twitter en @WBLittlejohn.
Artículo
02.04.2022

Ningún impulso está tan profundamente arraigado en la naturaleza humana como la necesidad de adorar. Y es muchísimo más fácil adorar a la carne y a la sangre que a un espíritu invisible. De niños, primero tenemos la tentación de adorar a nuestros padres: «¡Mi papá lo sabe todo!». Luego, cuando nos decepcionan, usamos a los héroes del deporte o a las estrellas de cine, defendiéndolos contra todas las críticas con mucha más fiereza y obstinación de lo que nos defenderíamos a nosotros mismos.

Cuando se trata del ámbito de la verdad, nuestra propensión a adorar a los héroes se ve reforzada por otros dos impulsos humanos: el miedo y la pereza. Para casi todos nosotros, nuestras creencias se basan más en las personas que en las ideas; y si hemos apostado nuestras vidas a la confesión de alguna verdad, tememos que también hayamos apostado nuestras vidas a la credibilidad de aquellos de quienes derivamos la verdad. Demasiado perezosos para lidiar con la lógica de una afirmación de verdad por sí misma, apoyamos nuestra fe en las personas que la enseñaron primero, o que nos la enseñaron a nosotros. Y si, Dios no lo quiera, nos decepcionan, todo nuestro sistema de creencias puede desmoronarse.

ENFRENTANDO A LOS GIGANTES DE LA REFORMA

Esta dinámica ha producido una postura poco saludable entre muchos protestantes conservadores hacia los gigantes de la Reforma: el temor de que admitir el desorden y la ambigüedad de sus esfuerzos reformadores signifique admitir un desorden y una ambigüedad similares en nuestras convicciones protestantes. Por supuesto, la tentación de la hagiografía no es nueva, pero esta insalubridad se ha intensificado por la constante reducción de nuestra conciencia histórica.

La mayoría de nosotros solamente puede nombrar a un puñado de reformadores protestantes —quizá solo a Lutero y Calvino— y tendemos a depositar todo el peso de nuestra confianza en el protestantismo sobre sus hombros demasiado humanos. ¿Podemos asentir que Lutero era irascible, apresurado y obstinado en no admitir errores? ¿Debemos ignorar voluntariamente sus declaraciones más despreciables sobre los judíos, los anabaptistas y los zwinglianos? ¿Podemos admitir que Calvino era una especie de fanático del control que podía confundir la lealtad personal a sí mismo con la lealtad al evangelio?

No es que debamos aceptar con credulidad todas las historias difamatorias de los críticos de la contrarreforma o de los historiadores liberales escandalizados por la falta de liberalidad de los reformadores. Ni los tratos de Calvino con Miguel Servet ni los de Lutero con los campesinos fueron ni la mitad de sádicos de lo que ahora se describe. Pero tampoco estuvieron exentos de reproche, ni mucho menos. Tomando sus carreras reformistas como un todo, debemos admitir que sus motivos eran mixtos, sus métodos eran mixtos, y algunas de sus ideas estaban a veces francamente a medias, o peor.

¿Cómo podemos hacer frente al legado de estos héroes defectuosos?

NUESTROS HÉROES IMPERFECTOS

En parte, hacer la pregunta es responderla. Debemos admitir con vergüenza que ninguno de nuestros héroes es perfecto, y que «con todos los defectos» es la única manera sana de abrazar a otro ser humano. Sin embargo, hay al menos dos estrategias para ayudar a los hijos contemporáneos de la Reforma a cultivar una relación más sana con sus padres y madres del siglo XVI.

La primera, como ya he aludido, es ampliar nuestra visión histórica. Es mucho más fácil admitir que Calvino se equivocó en algún punto si podemos consolarnos con el hecho de que al menos Martín Bucero y Pedro Mártir Vermigli no cometieron el mismo error, o suavizar algunas de las asperezas de Lutero con su siempre moderado discípulo Melanchthon. Cuanto más amplia sea nuestra herencia, más libremente nos podemos sentir respecto a una parte de ella, sin dejar de poseer alegremente la herencia en su conjunto.

A la inversa, cuanto más se aferren los protestantes contemporáneos a una porción cada vez más estrecha y mal comprendida de su tradición teológica, más vulnerables serán a ser desalojados de esa tradición por completo. Necesitamos urgentemente proyectos de refuerzo que presenten a los protestantes del siglo XXI un elenco de personajes del siglo XVI mucho más amplio y diverso del que están acostumbrados.

La segunda estrategia es recordar, en palabras de Richard Hooker: «que los sabios son hombres, y la verdad es la verdad». Hooker hace esta afirmación, de hecho, en el contexto de la evaluación crítica del legado de Juan Calvino frente a una nueva generación de puritanos ingleses dispuestos a adorar a los héroes. Puede que Calvino fuera sabio —de hecho, extraordinariamente, en opinión de Hooker—, pero seguía siendo un simple hombre, y sus opiniones seguían siendo falibles.

La verdad, sin embargo, no lo es. Por perezosos que seamos, estamos dispuestos a tratar las enseñanzas de algún líder favorito como el índice de la verdad, pero la verdad tiene que ser discernida según sus propios criterios, entre ellos la fidelidad a las Escrituras y la conformidad con la razón. Hooker se lamentaría más tarde: «Hay dos cosas que perturban mucho estos últimos tiempos: una que la Iglesia de Roma no puede, otra que Ginebra no quiere, errar».

El gran error de Roma, al que Lutero y Calvino se habían opuesto con todas sus fuerzas, fue equiparar la enseñanza humana con la verdad divina y sin embargo, en una generación, sus propios seguidores estaban haciendo lo mismo. El compromiso con el pensamiento crítico, y la determinación de adquirir las herramientas duramente ganadas para dedicarse a él, es esencial si los protestantes de hoy quieren seguir siendo verdaderamente protestantes, poniendo a prueba toda enseñanza humana frente a la brillante luz de la verdad bíblica.

 

Traducido por Nazareth Bello