Teología bíblica
La teología bíblica y la adoración colectiva
¿Qué estamos haciendo exactamente cuando nos reunimos como iglesias para adorar? Y ¿cómo sabemos lo que debemos hacer en esas reuniones semanales?
Naturalmente, los cristianos evangélicos van a la Escritura para obtener orientación sobre estas preguntas, pero ¿dónde en las Escrituras está lo que buscamos? Hay mucho acerca de la adoración en el Antiguo Testamento – acerca de oraciones y sacrificios y coros y címbalos y mucho más. Pero ¿realmente todo ese material se aplica a las reuniones de creyentes del nuevo pacto?
Lo que necesitamos con el fin de responder a estas preguntas es una teología bíblica de la adoración.[1] La teología bíblica es la disciplina que nos ayuda a rastrear tanto la unidad como la diversidad, la continuidad y la discontinuidad, dentro de la extensa trama de la Escritura.
En este artículo voy a esbozar, muy brevemente, una teología bíblica de la adoración colectiva. Cuatro pasos nos llevarán allí: (1) la adoración colectiva en el Antiguo Testamento; (2) el cumplimiento en Cristo; (3) la adoración colectiva en el Nuevo Testamento; y (4) la lectura de toda la Biblia para la adoración colectiva.
1. Adoración colectiva en el Antiguo Testamento
Desde que el pueblo de Dios fue desterrado de su presencia después de la caída en Génesis 3, Dios ha estado obrando para traerlos de nuevo a sí mismo.[2] Así que cuando Israel sufrió en cautiverio en Egipto, Dios los rescató, no sólo para que estuvieran libres de opresión, sino para que lo adoraran en su presencia (Ex. 3:12, 18). Dios guió a su pueblo fuera de Egipto y los llevó a su propia morada (Ex. 15:13, 17).
¿Dónde está esa morada? Al principio, es el tabernáculo, la tienda elaborada en la que los sacerdotes ofrecían sacrificios por los pecados e impurezas de la gente. Leemos en Éxodo 29:44-46:
«Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios».
La meta de Dios con el éxodo era habitar en medio de su pueblo, y lo hace por medio del lugar santo (tabernáculo) y las personas (sacerdocio) que el escogió para ese propósito.
Cuando Dios sacó a Israel de Egipto, se los llevó a sí mismo como su pueblo. Y la forma en que confirma esta nueva relación con Israel es haciendo un pacto con ellos, a menudo llamado el «pacto Mosaico». En Éxodo 19, el Señor le recuerda a la gente lo que ha hecho por ellos al rescatarlos de Egipto y les promete que si obedecen los términos de su pacto, ellos serán su tesoro (Ex. 19:1-6).
El Señor confirmó este pacto con el pueblo en Éxodo 24, y todas las leyes de Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio encarnan los términos de este pacto. Todos estos detalles especifican cómo el pueblo de Dios ha de vivir con Dios y entre sí mismo dentro de este pacto específico que Dios ha hecho con ellos.
Así que los sacrificios detallados y rituales de purificación descritos en Levítico son un medio de reparación de las violaciones en la comunión del pacto. El culto mantiene el pacto.
Un puñado de veces al año a todos los israelitas se les ordenaba que se reunieran ante el Señor en su tabernáculo, para las fiestas de la Pascua, primicias, y así sucesivamente (Lv. 23). Aparte de estas fiestas, el ofrecimiento regular de sacrificios se llevaba a cabo por los sacerdotes, y los individuos israelitas iban al tabernáculo (y más tarde al templo) sólo cuando necesitaban ofrecer un sacrificio específico por el pecado o impureza.
En otras palabras, para Israel, la adoración colectiva era una ocasión especial, pocas veces al año. La adoración, entendida como la devoción exclusiva al Señor, era algo que los israelitas estaban llamados a practicar durante todo el día (Dt. 6:13-15). Pero en el sentido de tener acceso íntimo a la presencia de Dios, la adoración estaba restringida a determinadas personas, lugares y momentos. Dios habitó entre su pueblo, sí, pero esa presencia se limitaba al tabernáculo y era custodiada por los sacerdotes.
2. Cumplimiento en Cristo
El momento crucial en la trama de la Escritura es la encarnación de Dios el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Todas las promesas de Dios se cumplen en él (2 Co. 1:20). Todos los tipos en el Antiguo Testamento – las instituciones del sacerdocio, el templo y la monarquía, los acontecimientos del éxodo, el exilio y el retorno – encuentran su cumplimiento en él. Así que para entender la teología de la adoración de toda la Biblia, tenemos que entender cómo Jesús cumple y transforma la adoración del pacto Mosaico.
El tabernáculo, y más tarde el templo, era donde Dios manifestaba su presencia entre su pueblo; Jesús cumple y por lo tanto remplaza estas estructuras del viejo pacto. Juan nos dice que la Palabra se hizo carne y – literalmente – hizo su tabernáculo entre nosotros (Jn. 1:14). Jesús prometió: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn. 2:20). En otras palabras, el cuerpo de Jesús es ahora el templo, el lugar donde Dios se encuentra con su pueblo, manifiesta su presencia y lidia con su pecado (Jn. 2:21-22). Es por eso que Jesús puede decir que la hora viene cuando los verdaderos adoradores ya no necesitarán adorar en Jerusalén, sino que adorarán en espíritu y en verdad (Jn. 4:21-24).
Jesús cumple y reemplaza el templo terrenal de Jerusalén. Él ahora es el «lugar» donde los verdaderos adoradores adoran a Dios.[3]
Jesús también cumple y reemplaza todo el sistema de sacrificios asociados con el pacto Mosaico y su tabernáculo y templo. Hebreos nos dice que, a diferencia de los sacerdotes que tenían que ofrecer sacrificios diarios, Jesús expió los pecados del pueblo «una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (He. 7:27). La única ofrenda de Jesús de sí mismo no sólo purifica la carne como los sacrificios del antiguo pacto, sino que purifica nuestra conciencia, renovándonos interiormente (He. 9:13-14). Debido a que Jesús ha perfeccionado su pueblo con una sola ofrenda, ya no hay necesidad ni lugar para la ofrenda de toros y cabras (He. 10:1-4, 10, 11-18).
Jesús cumple y reemplaza los sacrificios levíticos. Su sangre ahora asegura nuestra redención eterna (He. 9:12).
Podría seguir con este tema por horas y horas. El punto es que la obra salvadora de Jesús marca el comienzo de un cambio radical en la manera en que Dios se relaciona con su pueblo. El nuevo pacto que Jesús inaugura hace que el antiguo – el pacto que Dios hizo en el Sinaí, a través de Moisés – sea obsoleto (He. 8:6-7, 13). Ahora, Dios ha perdonado el pecado de su pueblo por medio de la fe en el sacrificio de Jesús. Ahora, el pueblo de Dios experimenta su clemente presencia por la fe en Cristo y la morada del Espíritu. Ahora, todo el pueblo de Dios tiene acceso íntimo a Dios (He. 4:16, 10:19-22), no sólo un pequeño número de sacerdotes.
3. Adoración colectiva en el Nuevo Testamento
¿Qué significa todo esto para la adoración colectiva en la era del nuevo pacto? Lo primero a destacar es que los términos del Antiguo Testamento para la adoración se han aplicado a la vida entera de los creyentes. En Romanos 12:1 Pablo escribe: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». Ahora no ofrecemos animales como sacrificios sino a nosotros mismos. La vida entera del cristiano es un acto de servicio sacrificial a Dios.
O pensemos en Hebreos 13:15: «Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él [es decir, Jesús], sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre». La alabanza es nuestro sacrificio, y la ofrecemos continuamente, no sólo por una hora en la mañana del domingo. El fruto de labios que confiesan el nombre de Dios incluye canciones de alabanza, pero también mucho más: confesar el evangelio en público con valentía, hablar palabras de verdad y amor a los demás, traer cada palabra que decimos bajo el dominio de Cristo.
Esto significa que «adoración» no es algo que hacemos principalmente en la iglesia el domingo. Más bien, la adoración debe impregnar toda nuestra vida. Para el cristiano, el culto no se limita a los tiempos y lugares sagrados, porque estamos unidos por fe a Cristo, quien es el templo de Dios, y estamos habitados por el Espíritu Santo, que nos hace tanto individual como colectivamente el templo de Dios (1 Co. 3:16-17, 6:19; Ef. 2:22).
Entonces, ¿qué caracteriza a la adoración colectiva en el nuevo pacto? La lectura y la predicación de las Escrituras (1 Ti. 4:14); cantar salmos, himnos y cánticos espirituales juntos (Ef. 5:18-19; Col. 3:16); orar (1 Ti. 2:1-2, 8); celebrar las ordenanzas del bautismo y la Cena del Señor (Mt. 28:19, 1 Co. 11:17-34); y estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras (He. 10:24-25).
Una de las cosas más sorprendentes acerca de la adoración colectiva en el nuevo pacto es el foco persistente en la edificación de todo el cuerpo. Pablo escribe: «La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales» (Col. 3:16). Nos enseñamos y exhortamos unos a otros mientras cantamos al Señor. A medida que alabamos a Dios, nos edificamos el uno al otro. Pablo llega al punto de afirmar que todo en la asamblea reunida debe hacerse con miras a la edificación del cuerpo en Cristo (1 Co. 14:26).
Lo que es único acerca de la reunión semanal de la iglesia no es que es el momento en que adoramos, sino que es el momento en que nos edificamos entre nosotros adorando a Dios juntos.
Debido al nuevo pacto que Cristo inauguró, la adoración colectiva en la nueva era del pacto tiene un tejido completamente diferente de la adoración colectiva bajo el antiguo pacto. En lugar de un par de veces al año, la adoración colectiva es ahora semanal. En lugar de reunirse en el templo en Jerusalén, los creyentes se reúnen en iglesias locales dondequiera que viven. En lugar de que la presencia de Dios esté restringida al lugar Santísimo y custodiada por los sacerdotes, Dios ahora habita en cada persona que pertenece a su pueblo por el Espíritu, y Cristo está presente a su pueblo dondequiera que se reúnen (Mt. 18:20). En lugar de realizar una elaborada serie de sacrificios y ofrendas, los cristianos se reúnen para escuchar la Palabra, predicar la Palabra, orar la Palabra, cantar la Palabra y ver la Palabra en las ordenanzas. Y todo esto apunta a la edificación del cuerpo en amor para que todos lleguemos a la madurez en Cristo (Ef. 4:11-16).
4. La lectura de toda la Biblia para la adoración colectiva
Entonces, ¿cómo podemos mirar las Escrituras para enseñarnos qué hacer en la adoración colectiva?
En primer lugar, creo que es importante afirmar que la Escritura, de hecho, nos enseña lo que debemos hacer en las asambleas regulares de la iglesia. Recuerde que mientras toda la vida es adoración, la reunión semanal de la iglesia ocupa un lugar especial en la vida cristiana. Todos los cristianos están obligados a reunirse con la iglesia (He. 10 24-25); la asistencia a la iglesia no es opcional para el cristiano. Esto significa que, efectivamente, todo lo que una iglesia hace en la adoración se convierte en una práctica necesaria para sus miembros. Y Pablo insta a los cristianos a no permitir que ninguna regulación humanamente ideada o práctica de adoración sean impuestas sobre sus conciencias (Col. 2:16-23).
Yo sugeriría que estos principios bíblicos se sumen a lo que históricamente se ha llamado el «principio regulativo» de la adoración.[4] Es decir, en sus reuniones colectivas, las iglesias deben realizar sólo aquellas prácticas que son prescritas positivamente en las Escrituras, ya sea por mandato explícito o por ejemplo normativo. Hacer cualquier otra cosa sería comprometer la libertad cristiana. Así que las iglesias deben mirar a la Escritura para que les diga cómo adorar juntos, y deben hacer sólo lo que la Escritura les dice que hagan.
Pero eso plantea la pregunta, ¿qué exactamente nos dice la Escritura que hagamos? Para decirlo más precisamente, ¿cómo decidimos qué material bíblico sobre la adoración es normativo y obligatorio? Responder a esta pregunta en su totalidad nos tomaría un libro; aquí voy a ofrecer el más breve de los bosquejos.
Discernir lo que es la enseñanza bíblica sobre la adoración lleva alguna delicadeza, ya que en ninguna parte la Escritura nos presenta, por ejemplo, un completo, normativo «orden del servicio». Pero hay algunos mandamientos en el Nuevo Testamento que son claramente obligatorios para todas las iglesias. Que a las iglesias de Éfeso y Colosas se les manda a cantar (Ef. 5:18-19; Col. 3:16), y a la iglesia de Corinto se le refiere como cantando (1 Co. 14:26), sugiere que todas las iglesias deben cantar. Que Pablo mandó a Timoteo a leer y predicar las Escrituras en una carta diseñada para instruir a Timoteo acerca de cómo la iglesia debe conducirse (1 Ti. 3:15; 4:14) sugiere que la lectura de la Escritura y la predicación son la voluntad de Dios, no sólo para esa iglesia, sino para todas las iglesias.
Por otro lado, algunos mandamientos, como «Saludaos los unos a los otros con un ósculo santo» (Ro. 16:16), parecen expresar un principio universal («recíbanse los unos a los otros en amor cristiano») en una manera que no puede ser culturalmente universal.
Además, algunos mandamientos contextuales pueden tener fuerza más amplia, como Pablo diciéndole a los Corintios que aparten dinero en el primer día de la semana. Eso era para una ofrenda específica para los santos en Jerusalén, pero a todas las iglesias se les ordena apoyar financieramente a sus maestros (Gá. 6:6), por lo que ofrendar bien puede tener lugar en la adoración corporativa.
Hasta ahora sólo hemos abordado el Nuevo Testamento. ¿Qué acerca del Antiguo? Después de todo, el Antiguo Testamento tiene un montón de mandamientos acerca de la adoración:
«Alabadle a son de bocina; alabadle con salterio y arpa. Alabadle con pandero y danza; alabadle con cuerdas y flautas. Alabadle con címbalos resonantes; alabadle con címbalos de júbilo» (Sal. 150:3-5).
¿Significa esto que para ser bíblicos nuestros servicios de adoración deben incluir bocinas, salterios, arpas, panderos, danzas, cuerdas, flautas y címbalos? Yo sugeriría que no.
Recuerde que los Salmos son expresiones de culto en el marco del pacto mosaico, lo que algunos escritores del Nuevo Testamento se refieren como el «antiguo pacto» (He. 8:6). Ahora que el nuevo pacto prometido en Jeremías 31 ha llegado, el antiguo pacto es obsoleto. Ya no estamos bajo la ley de Moisés (Ro. 7:1-6; Gá. 3:23-26). Por lo tanto, las formas de adoración implicadas con la era mosaica no son obligatorias para nosotros tampoco. El templo fue servido por sacerdotes, algunos de los cuales se especializaron en música litúrgica (1 Cr. 9:33). De hecho, son estos los que vemos que tocan los mismos instrumentos mencionados en el Salmo 150 (2 Cr. 5:12, 13; 9:11). Así que el Salmo 150 no proporciona una plantilla para la adoración cristiana; en cambio, está invocando una forma específica de adoración del antiguo pacto asociada con el templo y el sacerdocio levítico.
Eso por sí mismo no resuelve la pregunta de qué tipo de instrumentos pueden ser el acompañamiento adecuado para el canto congregacional de la iglesia. Pero sí significa que una simple apelación al precedente del Antiguo Testamento esta fuera de lugar, tanto como una apelación al precedente del Antiguo Testamento no puede legitimar el sacrificio de animales. Aquí es donde muchas tradiciones cristianas fallan en tener una teología bíblica de la adoración, apelando de forma selectiva a los precedentes del Antiguo Testamento como si ciertas características del sacerdocio levítico y la adoración en el templo se transfieren a la era del nuevo pacto.
Ciertamente, mucho en el Antiguo Testamento informa la manera de nuestra adoración. Los Salmos nos enseñan a adorar con reverencia y temor, gozo y asombro, gratitud y alegría. Pero el Antiguo Testamento no prescribe ni los elementos ni las formas de la adoración de la iglesia del nuevo pacto.
En este sentido, el Nuevo Testamento provee una nueva constitución para el pueblo de Dios del nuevo pacto, al igual que gran parte del Antiguo Testamento sirvió de constitución para el pueblo de Dios bajo el antiguo pacto. Dios tiene un plan de salvación, y un pueblo al que salva, pero la forma en que el pueblo de Dios se relaciona a él cambió radicalmente después de la venida de Cristo y el establecimiento del nuevo pacto.
Es por esto que tenemos que emplear todas las herramientas de la teología bíblica – poniendo los pactos juntos, trazando los vínculos entre tipo y antitipo, observando promesa y cumplimiento, delineando continuidades y discontinuidades – con el fin de llegar a una teología de adoración colectiva. Como el pueblo del nuevo pacto de Cristo, habitado por el Espíritu Santo prometido, adoramos en espíritu y en verdad, de acuerdo con los términos que Dios ha especificado en la Escritura.
[1] Para una teología bíblica de la adoración que ha influenciado profundamente mi enfoque aquí véase: David Peterson, En la presencia de Dios: una teología bíblica de la adoración (Andamio, 2003).
[2] Para una introducción básica al trama de las Escrituras que utiliza el tema de Dios reuniendo a su pueblo como una lente primaria véase: Christopher Ash, Remaking a Broken World: A Fresh Look at the Bible Storyline [Recreando un mundo fracturado: una mirada fresca a la narrativa de la BIblia] (Milton Keynes, UK: Authentic, 2010).
[3] Para más información sobre la trayectoria del templo a través de todo el canon véase: G. K. Beale: The Temple and the Church’s Mission: A Biblical Theology of the Dwelling Place of God, New Studies in Biblical Theology 17 [El templo y la mission de la iglesia: una teología bíblica de la morada de Dios, Nuevos estudios en teología bíblica 17] (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2004).
[4] Para breves defensas del principio regulativo véase: Jonathan Leeman, “Regulative Like Jazz” [“Regulativo como el Jazz»], y los tres primeros capítulos de Give Praise to God: A Vision for Reforming Worship [Da gloria a Dios: una visión de adoración reformada], ed. Philip Graham Ryken, Derek W. H. Thomas, y J. Ligon Duncan, III (Phillipsburg, NJ: Presbyterian & Reformed, 2003).