Cena del Señor
La Cena del Señor: Un anticipo del banquete celestial
Cuando dirijo la celebración de la Cena del Señor en nuestra iglesia, un versículo cerca del final casi siempre me afecta. Las palabras se me atascan en la garganta; si te fijas bien, puedes ver una lágrima por el rabillo de mi ojo. Es justo antes de participar juntos de la copa, cuando leo en voz alta las últimas palabras de Jesús en el relato de Mateo sobre la Cena del Señor: «Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt. 26:29).
¿Por qué ese versículo? No por qué lo leemos, lo cual debería ser bastante obvio, sino por qué me produce un cosquilleo en la nuca. Porque, de entre todos los momentos del mes, ese momento es el que más acerca el banquete del futuro al presente. En ese momento, la esperanza no es solo algo por lo que lucho o siento, sino algo que saboreo.
En la Cena del Señor, recordamos y proclamamos la muerte de Jesús (1 Co. 11:25-26). En la Cena del Señor, compartimos juntos por la fe los beneficios salvadores del sacrificio de Cristo por nosotros (1 Co. 10:16-17). Y en la Cena del Señor, experimentamos un anticipo del banquete celestial. La Cena del Señor es un aperitivo del festín que comenzará el día en que Cristo reúna el cielo y la tierra.
Considera las promesas de Dios en Isaías 25:6-8:
«Y Jehová de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados. Y destruirá en este monte la cubierta con que están cubiertos todos los pueblos, y el velo que envuelve a todas las naciones. Destruirá a la muerte para siempre; y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros; y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque Jehová lo ha dicho».
Ese día, las lágrimas y la vergüenza quedarán en el olvido para siempre. Ese día, la capa sofocante de la muerte que ahora nos asfixia a todos no solo será levantada, sino que será consumida. Ese día, la muerte no será aplazada ni desviada, sino devorada. Si todas estas miserias serán eliminadas, ¿qué las reemplazará? Un festín. Un festín de los mejores. Un festín para personas de todos los pueblos. Un festín para siempre.
¿No te dan ganas de cantar? ¿Cantar alto y fuerte en un mar de santos para que sus voces se inflen y choquen como el Pacífico Norte en invierno?
«Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios» (Ap. 19:6–9).
Bienaventurados de verdad. Bienaventurados plenamente. Bienaventurados por fin.
La comida en sí misma es una parábola acerca de nuestra impermanencia, un signo de la transitoriedad de todo aquello a lo que nos aferramos y todo lo que nos mantiene unidos. Tienes hambre, comes, te llenas y vuelves a tener hambre. «Todo el trabajo del hombre es para su boca, y con todo eso su deseo no se sacia» (Ec. 6:7). Pero los apetitos físicos no son los únicos que toca la comida. Como ha dicho Robert Farrar Capon:
La cena más espléndida, la comida más exquisita, la compañía más gratificante, despiertan más apetitos de los que satisfacen. No sacian la sed de ser del hombre, sino que la despiertan más allá de todo límite… Abrazamos el mundo en toda su gloriosa solidez, pero se debate en nuestros mismos brazos, se declara un mundo peregrino y, a través de las celosías y ventanas de su naturaleza, revela ciudades más deseables aún [1].
La Cena del Señor es una comida de peregrinos. Como la Pascua, es una comida para el camino. La Cena del Señor dirige nuestra atención, orientando nuestros sentidos, hacia lo que Cristo ha hecho por nosotros, hacia dónde nos ha puesto y hacia dónde nos llevará. En nuestro viaje por este desierto, Cristo mismo es nuestro maná, y la Cena del Señor nos ayuda a sostenernos en el camino porque lo representa.
Pero, como dice Capon, no solo somos un pueblo peregrino, sino que vivimos en un mundo peregrino. La propia creación gime con el anhelo de convertirse en la ciudad permanente que deseamos (Ro. 8:19-21; He. 11:14, 16; 13:14). Y la Cena del Señor no apaga nuestra sed de comunión con Dios, sino que la aviva más allá de todo límite. Las celosías y ventanas del pan y el vino revelan la fiesta más deseable de todas.
Traducido por Nazareth Bello.
*****
[1]. Robert Farrar Capon, The Marriage Supper of the Lamb (Nueva York: The Modern Library, 2002), p. 188.