Reseñas

Reseña del libro: El Cristo completo, de Sinclair Ferguson

Reseña de Paul Alexander

Paul Alexander es el pastor de la Iglesia Grace Covenant de Fox Valley en Elgin, Illinois.
Review
26.08.2022

No pasa mucho tiempo como cristiano antes de que las preguntas comiencen a cocinarse a fuego lento en tu corazón sobre la gracia, la ley y la seguridad de la salvación. Como pastor, puede tomar aún menos tiempo descubrir con qué frecuencia tus propias ovejas se preguntan e incluso se preocupan por tales complejidades de semana en semana. «¿Cuánto debo lamentar mi pecado para recibir la misericordia de Dios? ¿Qué grado de arrepentimiento es suficiente?».

Estos enigmas ondulan aún más en los corazones de los que están atrapados en la estela del debate de la Nueva Perspectiva acerca de la relación entre el judaísmo del segundo templo y el pensamiento paulino sobre la justificación. Sin embargo, el Predicador atestigua que no hay nada nuevo bajo el sol (Ecl. 1:9), y Sinclair Ferguson afirma la conclusión del Predicador recordándonos la Controversia Marrow de la década de 1700 y por qué todavía aún nos aclara las cosas.

SINOPSIS

¿Dejamos el pecado para venir a Cristo? Respondan con cuidado, pastores: el tenor de su predicación pende de un hilo. Esta es la gran pregunta que ocupó al presbiterio de Auchterarder en 1717. La pregunta en sí fue detonada por el controvertido libro de Edward Fisher The Marrow of Modern Divinity [La médula de la divinidad moderna] (1645, 1648; reimpreso en 2015, Rosshire, Reino Unido: Christian Focus), que esboza una imaginaria, pero cargada conversación entre Evangelista, Nomista y Neófito.

Mientras circulaba como un ciclón por la Iglesia escocesa, Thomas Boston hizo aún más olas cuando echó el ancla en la tormenta al afirmar justo lo que había afirmado The Marrow (La médula): en realidad no abandonamos el pecado para venir a Cristo.

Su postura provocó críticas de antinomismo, que fueron respondidas con acusaciones de legalismo, y las olas de esa tormenta han llegado hasta nuestros días. De hecho, todavía se agitan.

Pero Boston tenía razón. Cuando Jesús nos dice en Mateo 11:28-30: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso», Ferguson señala que estar «cansados» y «agobiados» no son requisitos para venir a Cristo. Son consuelos que indican que nadie está descalificado para venir a Él por motivo de la debilidad y la indignidad… Los Evangelios dejan claro que él se deleitaba en ofrecerse a los «descalificados» (49). Todo lo contrario, Ferguson lo califica de «falso preparacionismo» (54) o «condicionalismo» (62), que se desliza bajo el radar en suposiciones tácitas como: «Puedes conocer estos beneficios —si estás entre los escogidos. Puedes recibir perdón —si has abandonado el pecado lo suficiente. Puedes conocer el mensaje de la gracia —si has experimentado un grado suficiente de convicción de pecado» (54).

Entonces, ¿qué es lo que da a un pecador la garantía de creer en Jesús para el perdón y la salvación? ¿Es la calidad o la duración de la convicción, la contrición o el arrepentimiento del pecador? No. La garantía para creer en Cristo no puede ser nada en el pecador. La garantía para la fe en Cristo es Cristo mismo: solo Cristo. Pablo dijo que cuando todavía éramos débiles, a su debido tiempo Cristo murió por los impíos (Romanos 5:6-8). Ferguson pregunta: «¿Qué condiciones se cumplieron en nosotros para que Dios enviara a su único Hijo al mundo a morir por los pecadores? Ninguna» (61).

La inquietud pastoral detrás de este tema es la siguiente: «¿me resulta obvio que el foco principal, la nota dominante en los sermones que predico (o escucho), debe ser “Jesucristo, y este crucificado”? ¿O el énfasis predominante (y quizá la mayor parte de las energías del predicador) está en otro lugar, quizá en cómo vencer el pecado, o cómo vivir la vida cristiana, o en los beneficios que se reciben del evangelio?» (47).

Así, Ferguson sugiere que digamos a los pecadores: «No te ofrezco a Cristo por razón de que te has arrepentido. De hecho, lo ofrezco a hombres y mujeres que están muertos en sus delitos y pecados» (62). Si solo estás dispuesto a ofrecer el evangelio a las personas que se han hecho elegibles para ello, entonces no te quedará nadie a quien ofrecérselo.

Otra forma de enmarcar el problema es plantear la pregunta: «¿Cómo se relaciona el arrepentimiento evangélico con la fe?». (93) Aunque los mantiene unidos, Thomas Boston seguía afirmando que «el arrepentimiento evangélico no va antes, sino que llega después de la remisión del pecado, en el orden natural», de modo que, como dice Ferguson: «la fe luego hace que la persona comprenda directamente la misericordia de Dios [en Cristo] para con ella, y al hacerlo, se inaugura la vida de arrepentimiento como su fruto» (94).

Todos deberíamos tener esto claro. No nos arrepentimos para ser perdonados. Nos arrepentimos porque creemos en Cristo, y estamos unidos a Cristo. Si el arrepentimiento puede preceder a la fe, «lógica y cronológicamente», entonces deja de ser un arrepentimiento evangélico (93) y empieza a parecerse a la penitencia católica: una obra realizada para merecer la gracia.

Una de las mejores ideas de Ferguson es que el legalismo y el antinomismo comparten la misma raíz. Eva desobedeció a Dios porque sospechaba que le prohibía demasiado y le permitía muy poco: su visión legalista de Dios impulsó su rebelión antinómica contra él.

¿Qué hay de la relación de la ley con el creyente? En resumen, Ferguson la presenta como una regla de vida y no como otro pacto de obras que tenemos que realizar (106-113). Sin embargo, como hemos vivido bajo el régimen de la ley, nos cuesta cambiar nuestros patrones de pensamiento. Elogiamos al recaudador de impuestos, pero funcionamos como el fariseo (115-116).

Entonces, ¿cómo sé si soy un legalista práctico? Una señal es si me irrita que Dios honre con protagonismo o notoriedad a un consiervo al que consideramos menos digno que a nosotros mismos, porque «en el fondo todavía pensamos que la gracia siempre debería operar sobre el principio del mérito» (118). Eso es difícil de escuchar para todos nosotros. Pero Ferguson profundiza la incisión: «Toda forma de envidia… significa que nuestra percepción de la identidad y el valor personales se ha mezclado con el desempeño y su reconocimiento, en vez de estar fundamentada en Cristo y en Su gracia inmerecida» (118).

¿Pero qué pasa si soy un antinomista práctico y no me doy cuenta? Ferguson nos aconseja que busquemos una escatología personal demasiado realista, como si la fuerte y sutil influencia del pecado hubiera sido destruida. Deberíamos sospechar igualmente de la negación chic de cualquier distinción entre la ley moral, la ceremonial y la civil, agrupándolas todas como igualmente superadas en Cristo, ya que eso suele liberar al antinomista que hay en nosotros para que viva como lo hace. Conveniente; pero entonces, ¿cuál es la ley escrita en el corazón del cristiano por el Espíritu en Romanos 8:1-3? No puede ser toda, incluida la civil o la ceremonial. Tiene que ser el Decálogo (132-143, 156).

Así que «la respuesta más profunda al antinomismo no es “estás bajo la ley”, sino más bien: ¡Estás despreciando el evangelio y no logras entender… que… esa misma unión por la fe conduce a que los requerimientos de la ley se cumplan en ti por medio del Espíritu!» (141-142, véase también 155).

Así, todo el evangelio cura tanto el legalismo como el antinomismo con la misma medicina, porque en el evangelio Dios muestra lo innegablemente generoso que es realmente al darnos gratuitamente lo que más le importa: su único Hijo, Jesucristo.

Es esta seguridad —que Dios nos ha dado en su Hijo todo lo que necesitamos para la paz de la conciencia y la paz con Dios— la que crece en la seguridad de que, si nosotros mismos estamos en Cristo, entonces realmente estamos bien con Dios. Así se lo dice Evangelista a Neófito en The Marrow (La médula): «Me parece que no quieres un fundamento para creer, sino para creer que has creído» (182). La semilla, incluso de esta seguridad subjetiva, está incluida en la verdadera fe evangélica, en contra de las críticas de The Marrow (La médula) y del dogma católico. Para alimentar esa semilla, Jesús envía su Espíritu a nuestros corazones para que nosotros mismos gritemos en nuestra angustia: «¡Abba, Padre!», lo que, según Ferguson, es «un instinto… ausente en la consciencia del incrédulo». (Ro. 8:15; 195).

Sin embargo, esa seguridad crece lentamente, porque como dice Calvino:

«El corazón piadoso percibe esta distinción en él: en parte está lleno de gozo y dulzura a causa de su reconocimiento de la bondad de Dios, en parte está lleno de tristeza y amargura a causa de su propia desgracia. En parte se apoya en la promesa del evangelio, en parte tiembla a causa de la conciencia de su culpa. En parte se apropia de la vida con gozo, en parte siente horror ante la muerte. Esta diversidad procede de la imperfección de la fe, pues durante la vida presente jamás esperaríamos la dicha de una fe perfecta liberada por completo de toda ansiedad» (180).

Por eso, el silogismo práctico —la lógica de la deducción de la seguridad a partir de las evidencias de la gracia—, aunque sigue siendo legítimo, nunca será tranquilizador si buscamos evidencias al margen de la fe en Cristo mismo (199). Porque incluso cuando el cristiano defiende su caso usando sus evidencias, «Satanás se opone con todo su poder, asistido por el pecado y la ley; se descubren muchas deficiencias en su evidencia; se cuestiona la veracidad de todas las pruebas; y el alma queda en suspenso en cuanto al asunto» hasta que el Espíritu viene y testifica subiendo al estrado él mismo (192, citando a John Owen). Y así se nos recuerda una vez más que todo lo que tenemos de Dios, incluyendo nuestra seguridad e incluso las evidencias que la apuntalan, lo tenemos sólo en unión con Cristo: todo Cristo, Totus Christus (44, 213).

EVALUACIÓN

Ahora bien, si puedes leer todas esas citas y sigues sin querer leer el libro, no sé qué más hacer. Sospecho que El Cristo completo se convertirá en forraje para más de unas cuantas exposiciones doctrinales. Es un clásico instantáneo: teología histórica en su máxima expresión. Vas a querer citar a Ferguson incluso más de lo que yo lo he hecho aquí, así que asegúrate de no plagiarlo, porque seguramente estarás tentado.

Si hace tiempo que no lees teología histórica, puede que el primer capítulo te resulte pesado. Pero no te desanimes solo porque no pueda pronunciar «Auchterarder» ni siquiera en tu cabeza. El enfoque teológico y pastoral se vuelve rápidamente más nítido que las pantallas planas de las que tu esposa tiene que apartarte en Sam’s Club. Tu corazón querrá quedarse parado y mirar con asombro algunas de estas vívidas percepciones, porque la forma en que Ferguson utiliza la Controversia Marrow nos recuerda lo sorprendente, nutritiva y útil que puede ser la teología histórica.

Es posible que te sorprendas o, al menos, te sientas ligeramente ofendido al ver que Ferguson está de acuerdo con la crítica de Thomas Boston a la aparentemente infalible alegoría de Bunyan, El progreso del peregrino. Pero escúchalo. Boston opina que «Bunyan puso la liberación de la carga demasiado lejos del comienzo del peregrinaje. Si quería describir lo que normalmente ocurre, estaba en lo correcto. Pero si quería mostrar lo que debía haber ocurrido, estaba equivocado. La cruz debería estar justo frente a la puerta estrecha» (56). Ferguson está de acuerdo, porque «ni la convicción ni el abandono del pecado constituyen el fundamento para el ofrecimiento del evangelio.

Cristo mismo es el fundamento, porque Él es capaz de salvar a todos los que vienen a Él (Heb. 7:25). Él es ofrecido sin condiciones. ¡Debemos ir directo a Él! No hay que tener dinero para poder comprar a Cristo» (56).

Tenemos que hacerlo bien, porque «en los cristianos se da una especie de tendencia psicológica a asociar el carácter de Dios con el carácter de la predicación que escuchan —no solo la sustancia y el contenido de ella sino el espíritu y la atmósfera que comunica» (68). Si el aroma (Ferguson lo llama «tintura») de tu predicación es que el pecador tiene que encontrar alguna garantía en sí mismo para venir a Cristo en primer lugar, entonces irá rebuscando en todos sus bolsillos tratando de encontrar dinero para comprar a Cristo para sí mismo. Pero esos bolsillos están vacíos. Hermano, no hagas que Isaías se retuerza en su tumba (Is. 55:1).

Si yo fuera , compraría este libro mientras esté en tapa dura, porque querrás leerlo más de una vez, probablemente con algunos luchadores en tu iglesia cuyos nombres te vienen a la mente incluso ahora. Le regalé este libro a un hermano de gran corazón que lucha con la seguridad. Espero que le ayude a encontrar descanso para su alma. Sé que fue refrescante para la mía.

Traducido por Nazareth Bello