Familia

Se necesita un pueblo cristiano

Por Blair Linne

Blair Linne es una artista cristiana de la palabra hablada, actriz y profesora de Biblia. Vive en Filadelfia con su marido Shai Linne y sus tres hijos Sage, Maya y Ezra; sirve en el discipulado de mujeres en Risen Christ Fellowship, donde su marido es uno de los pastores fundadores.
Artículo
16.01.2023

«Para arrancarme la astilla de metal de la palma

mi padre recitó una historia en voz baja.

Me fijé en su cara encantadora y no en la hoja.

Antes de que terminara la historia, había quitado

la astilla de hierro por la que creí que moriría» (Li-Young Lee)

Me casé con Shai cuatro meses después de que se arrodillara ante mí. Entre las invitaciones que envié, invité a mi padre a acompañarme al altar. A pesar de ser un testigo de Jehová que no suele pisar una iglesia cristiana, vino encantado. Era el padre radiante a mi lado, entregando a su hija de 27 años a Shai en uno de los días más importantes de mi vida.

Me encanta ver a un padre llevar a su hija al altar por todo lo que representa: un padre que ha caminado junto a su hija en la vida, protegiéndola y pastoreándola hasta que pone a su preciosa hija en manos de un hombre que la cuidará igual de bien. Esa no fue nuestra historia, por supuesto.

Él estuvo allí para entregarme, pero no para criarme. Pero tenía la esperanza de que la gracia y el perdón pudieran compensar aquellos muchos años en los que me había dejado caminar sola por el camino de mi vida.

Pasé de Wingo a Linne y ahora, por primera vez, formaba parte de un hogar conyugal. Shai y yo sabíamos que queríamos tener hijos, si el Señor nos lo permitía, y más que nada queríamos criarlos en un hogar lleno de amor y de Dios. Pero ninguno de los dos habíamos visto estas cosas ante nuestros ojos. En el mundo en el que crecimos, el tipo de imagen que habíamos pintado cuidadosamente en nuestras mentes era, para nuestros amigos, una rareza social.

Uno de los problemas de crecer en un «hogar roto» es que nunca se llega a experimentar uno biparental. No es de extrañar que cuando los hijos de familias monoparentales crecen y tienen sus propios hijos, muchos de ellos pasen al ciclo de la inestabilidad matrimonial o no lleguen a casarse. Especialmente cuando esos hijos proceden de hogares en desventaja educativa, tienen menos probabilidades de casarse.

Tendemos a copiar lo que hemos visto, o (puesto que desconocemos la suave y segura realidad cotidiana del matrimonio) a idealizar lo que nunca hemos tenido. La verdad es que el matrimonio y la familia son regalos de Dios y bendiciones que debemos procurar y disfrutar, pero también que en este mundo caído no son perfectos y nos exigen vivir el evangelio, lo que conlleva realismo, arrepentimiento y perdón. A veces hay que sacrificar nuestros ideales matrimoniales para asentarnos en el pacto real de amar a nuestro prójimo más cercano: nuestro cónyuge. El matrimonio es duro a veces. Algunos días son buenos y otros difíciles. Y es más duro si nunca lo has vivido delante de ti, con sus altibajos, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta la muerte.

Necesitaba despojarme de mis ideales teóricos y ver el matrimonio y la familia en la práctica. Necesitaba ver la crianza de los hijos con un microscopio y no con un telescopio. Por la gracia de Dios, en los meses anteriores a mi boda con Shai, tuve el privilegio de observar a uno o dos padres. En retrospectiva, Dios me estaba preparando para mi matrimonio.

TRAZOS DIFERENTES

Durante esos dos meses antes de casarme, me mudé de Los Ángeles a D.C. Mientras esperaba que nuestro apartamento en el sótano, que estaba a 16 cuadras del Capitolio, estuviera listo para la mudanza, viví con uno de mis futuros pastores y su familia durante dos semanas. Fue la primera vez que fui testigo directo de cómo una familia cristiana podía y debía relacionarse entre sí. Observé cómo este hermano tejano criado en una granja ganadera y con botas de vaquero dirigía a su mujer y a sus hijos.

Vi cómo los cuidaba y los mantenía. Cuando llegaba la hora de acostar a los niños, se me invitaba a participar en su rutina nocturna. Fue dulce, por primera vez en mi vida, no solo observar sino participar en el culto familiar dirigido por un hombre en casa. Por supuesto que había observado a mamá adorar a Dios. Fue la primera cristiana que conocí que se levantaba todos los días antes del amanecer para orar fervientemente y leer la Biblia. Pero nunca había visto a un esposo y padre guiar a su familia espiritualmente. Estos niños no tenían un padre perfecto en este hombre, pero tenían uno que buscaba estar presente e influir en la enseñanza de sus hijos a valorar a Jesús, su palabra, su iglesia y su familia.

Cuando me instalé, empecé a trabajar de niñera para otro pastor y su familia, y pronto me di cuenta de que lo que había observado inicialmente en mi familia de acogida era común en muchas de las otras familias con las que ahora me codeaba. Lo que para mí era tan nuevo, para ellos era sencillamente ordinario. Vi a este padre levantarse para jugar con sus hijos antes de irse a trabajar a la oficina de la iglesia para atender a otras familias.

Cuando uno de sus hijos tenía un día duro, llamaba a su padre, y él hablaba con ese hijo y le hacía saber que vendría a casa para atenderle si era necesario. Daba prioridad a su familia. A medida que iba conociendo al resto de la iglesia, observé a padres que dedicaban tiempo a sus hijas, animándolas a sentirse valiosas y transmitiéndoles su amor. Supe de padres que se preocupaban por sus hijos y se levantaban temprano para leerles historias bíblicas antes de ir a trabajar. Era algo hermoso de ver. Mi iglesia me estaba enseñando cómo era la crianza de los hijos. Mi iglesia me estaba mostrando lo que debíamos perseguir en nuestro propio matrimonio y, si Dios quiere, algunas maneras en las que podríamos amar a nuestros hijos si el Señor nos los daba.

Todo el mundo desea la familia de forma natural. La familia es necesaria para nuestro bienestar humano. Sin la unión del hombre y la mujer para procrear, la raza humana entera acabaría. Pero la responsabilidad de los padres no acaba ahí. Un bebé requiere años de cuidados y provisiones. Si un niño no tiene algún tipo de familia, su propia existencia está en peligro. Esto es cierto tanto natural como espiritualmente.

Este es el gran regalo que la iglesia local puede ofrecer a aquellos que crecieron en hogares donde Jesús no era el Señor, y especialmente en hogares donde papá no estaba: la oportunidad de ver de cerca el matrimonio y la crianza de los hijos modelados por el evangelio. Esta es una manera en que la iglesia local puede ayudar a romper el ciclo. Este es uno de los grandes privilegios y responsabilidades de ser la iglesia local. Muchos de los que hemos crecido sin un padre estamos acostumbrados a resolver la vida por nuestra cuenta, a vivir aislados, pero en la iglesia Dios dice: Aquí tienes una familia que te acompañará y te ayudará.

TODO EN FAMILIA

A lo largo de la Biblia, Dios ordena a su pueblo que cuide de los huérfanos:

«La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo» (Stg. 1:27).

Dios sabe que los huérfanos se enfrentan a aflicciones. Dios sabe que aquellos sin un padre tienen necesidades especiales. Siempre me resulta alentador que Dios prevea lo que voy a necesitar y lo ponga en las Escrituras. Esta es otra forma en la que se evidencia la omnisciencia de Dios y su cuidado por nosotros. Como hijas e hijos de Dios, podemos encontrar una familia amorosa y comprometida a través de la Iglesia.

A través de nuestros hermanos y hermanas en Cristo, podemos experimentar la restauración para que no repitamos los pecados de nuestros padres terrenales, ni tengamos que ser paralizados por ellos.

La «religión» pura nos llevará a una vida santa que no consiste solo en comprender la doctrina correcta o en acudir a una iglesia «sana», sino que también se desarrolla en la práctica, ocupándonos de los que han sido rechazados o considerados náufragos.

El llamamiento a la Iglesia es claro. Dios quiere utilizar a la Iglesia para saciar el profundo anhelo de familia y amor de los huérfanos. Por eso la Escritura dice que debemos amarnos unos a otros con afecto fraternal, contribuir a las necesidades de los santos y mostrar hospitalidad (Ro. 12:10,13). Nuestro Padre nos llama a ser familia. Al abrir nuestras vidas y nuestros hogares para acoger a los que vienen de hogares rotos, tenemos la oportunidad de mostrar el mismo amor y consuelo que Dios nos ha prodigado a nosotros. Los que han tenido padres que han vivido fielmente las Escrituras pueden servir de modelo a los hijos e hijas espirituales que no los han tenido.

No basta con pretender amar a Dios sin mostrar un amor tangible por la iglesia. El crecimiento en madurez no se mide principalmente por la cantidad de información que podemos retener acerca de Dios; más bien, se mide por la cantidad de amor que mostramos hacia nuestro prójimo, especialmente hacia la familia de la fe (. 6:10). Pedro escribió en su primera carta que somos purificados a través de nuestra obediencia, y esbozó a qué conduciría y cómo se vería esa pureza:

«Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro» (1 P. 1:22, énfasis mío).

Cuando pensamos en nuestra adopción espiritual, a menudo pasamos por alto el énfasis en la familia. Dios nos exige que le amemos a él y a los demás. Si falta uno de esos dos elementos, entonces no estamos cumpliendo realmente el otro. Cristo es la cabeza de su cuerpo, la Iglesia (Col. 1:18). Dios ha ordenado que la cabeza y el cuerpo trabajen al unísono. Debemos tener cuidado de no descuidar la verdad de que en la redención no solo ganamos a Dios como Padre, sino que ganamos a la iglesia como nuestra familia. La iglesia está destinada a ser una estructura familiar ampliada, formada por hermanos y padres espirituales (1 Ti. 5:1-2). No es casualidad que la Biblia utilice la palabra «familia» para describir a la iglesia (Ef. 2:19; . 6:10).

En la iglesia, los creyentes se convierten en nuestros hermanos, hermanas, madres y padres espirituales. Aunque no hayamos tenido un padre, podemos orar para que Dios nos envíe una familia en nuestra iglesia que esté dispuesta a cuidarnos y a proporcionarnos una figura paterna que sea la influencia masculina que necesitamos para nuestro desarrollo. Después de todo, en Cristo, tenemos más en común con una figura paterna que es creyente que con un padre biológico que no lo es. Hay algunas cosas que nuestros padres nos habrían enseñado si hubieran estado allí. Como no estuvieron, hemos tenido que descubrirlas por nosotros mismos. Este no es el plan de Dios, ya que no nos ha dejado solos. Tenemos una familia eclesiástica que nos ayuda a caminar por la vida.

PASO A PASO

Por supuesto, cuando se menciona la palabra «familia», no siempre trae consigo cálidos pensamientos de reunirse junto al fuego y cantar «Kumbaya». Esta falta de sentimientos cálidos puede aplicarse tanto a nuestras familias naturales como a nuestras familias espirituales. Las familias son desordenadas, y las familias eclesiásticas no son diferentes.

La primera iglesia a la que asistí después de convertirme en creyente tenía un pastor principal que se involucró en abuso espiritual, mala conducta sexual y robo financiero. Al mismo tiempo, el pastor asistente cometió adulterio. Era un lugar donde los pastores nos daban el evangelio justo para que pudiéramos conocer a Dios, pero retenían lo suficiente para que dependiéramos de ellos.

Habían convertido lo que debería haber sido una casa de oración en una casa de rapiñas. Pasé seis años asistiendo allí, y cuando me fui estaba corriendo por mi vida. Estoy muy agradecida por haber tenido las agallas de hablar y buscar el consejo externo de alguien que me animó a marcharme. También estoy muy agradecida de que, con la ayuda de Dios, nunca usé eso como excusa para alejarme de la Iglesia en general. Pero me pregunto cuántos años de exposición a esta iglesia se debieron a que no tuve la protección y la dirección de un padre cristiano.

Muchos han experimentado cosas peores que yo cuando se trata de la iglesia. Pero hay pastores y congregaciones que aman genuinamente a Dios. Después de seis años de ser guiada por un lobo disfrazado de cordero, llegué a una iglesia congregacional donde había una pluralidad de ancianos, lo que creó un espacio saludable para la rendición de cuentas. Fue una gran bendición y me tranquilizó mucho. Por supuesto, esa iglesia no era (ni es) perfecta, pero era un hermoso indicador de mi Padre celestial, y era mi familia que se esforzaba por ser santa. Estos ancianos se tomaron en serio su responsabilidad como pastores, y fue un bálsamo para aliviar el dolor causado por mi iglesia anterior.

La verdad es que Dios se preocupa por su familia. Claro que sí: es un Padre perfecto. Por eso nos advierte de los que tienen apariencia de piedad mientras tratan de hacer daño al pueblo de Dios atacando a los vulnerables (2 Ti. 3:1-9). Y promete pedir cuentas a quienes tientan a los «pequeñitos» a pecar (Lc. 17:2).

Dios se preocupa por nosotros, los huérfanos, porque podemos estar especialmente predispuestos a que se aprovechen de nosotros: a menudo entramos de puntillas en las iglesias, luchando ya contra nuestras propias heridas, abandonos y miedos, sedientos de pertenecer pero sin saber muy bien cómo. Los que han sido quemados por una iglesia que no actuó como una familia piadosa pueden saber con certeza que, aunque parezca que no hay consecuencias para el mal que han soportado, Dios pagará.

¿QUÉ ESTÁ PASANDO?

¿Qué hacer cuando la familia de Dios también te ha dejado traumas, abandono y dolor? Además de tomarte un tiempo para procesar el dolor y sanar, no debes renunciar a reunirte regularmente con el pueblo de Dios, beneficiarte de él y ser amado por él. Muchas veces son las personas las que nos causan el mayor daño. Pero, al mismo tiempo, a menudo son las personas las herramientas que Dios utiliza para nuestra restauración.

A menudo pienso en una amiga mía que pasó por tres situaciones traumáticas con tres iglesias diferentes. Para empezar, ella era parte de una iglesia que estaba impregnada de legalismo, por lo que dejó esa iglesia, y llegó a una que enseñaba el error del perfeccionismo sin pecado. Después terminó en la iglesia a la que yo asistía, que contenía esa combinación tóxica de enseñanza evangélica con abuso espiritual e inmoralidad secreta. Por la gracia de Dios, ella no se rindió. Ella sigue reuniéndose con la iglesia y caminando con el Señor hoy. Encontró una iglesia que es piadosa y sana, y que anima su amor por Dios y la familia de Dios. Ella luchó a través de todo ese dolor y desilusión y nunca se dio por vencida, porque su esperanza estaba finalmente en Dios.

No estamos llamados a permanecer en una iglesia abusiva, inmoral o poco sólida. Estamos llamados a seguir buscando hasta que podamos encontrar personas que busquen reflejar a Dios amando y predicando fielmente su palabra, viviendo vidas santas en vista de la verdad de Dios, y amando a su prójimo. Hay cristianos genuinos que están sirviendo al Señor, y debemos encontrarlos, ya que somos sus hermanos espirituales.

No solo ellos serán usados en nuestras vidas para edificarnos, sino que nosotros seremos usados en las suyas para edificarlos a ellos. Estos creyentes pueden servir como madres o padres espirituales para aquellos de nosotros que estamos lidiando con la ausencia de nuestra familia natural. A su vez, nosotros serviremos como madres, padres o hermanos espirituales para ellos.

Y así no nos rendimos. Encontrar a Dios como Padre significa que podemos encontrar familia en la iglesia. Encontramos a nuestra familia, y la amamos y somos amados por ella de camino al cielo.

LOS DÍAS DE NUESTRAS VIDAS

Volvamos al día de mi boda, o más bien a los días y meses posteriores. Una vez casados, era hora de empezar a aplicar lo que hasta entonces había sido teórico. Tuve que aprender a dar lugar a mi nuevo marido. Me resultó difícil. Haber sido criada por una madre soltera, unido a las innumerables veces que había tenido que cuidar de mí misma, me había hecho una persona bastante independiente. Creía que, si había que hacer algo, yo podía hacerlo, porque de pequeña había tenido que hacerlo.

En nuestro primer año de matrimonio vivíamos en un pequeño apartamento en un sótano en D.C. Ese primer año, aunque el Señor nos dio mucha gracia y deleite en el matrimonio, sería justo decir que también hubo conflictos. Un área de la que me resultó particularmente difícil desprenderme fue la de las finanzas. Antes de casarnos y de nuevo como recién casados, nos habíamos sentado a hablar con otros miembros de la iglesia acerca del dinero: cómo establecer un presupuesto, aumentar nuestra calificación de crédito e invertir. Shai pidió a otros hombres que le enseñaran lo que su padre no le enseñó. Pero, aun así, ahora teníamos que aprender a vivir en pareja, y yo estaba acostumbrada a ganar mi propio dinero.

Había recibido mi primer cheque de aquel anuncio de Pizza Hut cuando tenía 13 años, y mi madre me había permitido gastar el dinero como quisiera. Entre otras cosas, me compré para mí y para una amiga ropa nueva de Forever 21. Toda mi vida había estado acostumbrada a determinar lo que haría con mi dinero y a gastármelo en lo que creía que me merecía. Pero ahora no se trataba de mi dinero, sino del nuestro. Por primera vez desde el asesoramiento prematrimonial, Shai y yo nos sentábamos a discutir un presupuesto, lo que significaba que yo no podía gastar el dinero como me diera la gana. Eso fue duro para mí. Me sentía frustrada y agradecida a la vez. Mi esposo estaba considerando mis inclinaciones hacia la codicia, sin embargo, fue difícil como el Señor utilizó nuestras conversaciones presupuestarias para arrancar mi independencia.

No fue solo en las finanzas. Cuando estaba en Los Ángeles, me encantaba coger el transporte público para ir a Hermosa Beach o Malibú. A veces paseaba por la playa durante horas, remangándome los jeans y aplastando los dedos de los pies en la arena mojada mientras escuchaba las olas golpear la orilla como un trueno tranquilizador. Me ponía una camiseta gruesa y miraba la luna, a veces hasta medianoche. Unas cuantas veces, caminaba las dos horas hasta casa.

Cuando me casé, aunque no había playa a la vista (por desgracia), naturalmente quería coger el transporte público a altas horas de la noche. Shai no estaba de acuerdo en que lo hiciera. Yo sentía que estaba coartando mi libertad. Él sentía que me protegía amorosamente.

Y así era, pero tardé en darme cuenta. (A veces recuerdo aquellos viajes nocturnos a la playa y doy gracias a Dios por haberme mantenido a salvo). De nuevo, tener el cuidado de un marido era algo nuevo.

Nos quedamos en Washington unos años. En parte, porque queríamos vivir rodeados de ejemplos piadosos de matrimonio, que pudieran ayudarnos a entender cómo tener un matrimonio que ninguno de nosotros había visto cuando éramos niños: un matrimonio sano que honrara a Dios y que perdurara. Decidimos conectarnos intencionalmente con varias parejas casadas, así como con hermanos y hermanas solteros en Cristo. Dios usó a la iglesia para ayudarnos a amarnos.

A TODO COLOR

A menudo, cuando pensamos en el discipulado, lo limitamos a leer juntos la Biblia, hablar de cosas espirituales y orar. Y todo eso está muy bien, pero Jesús se ocupa de toda nuestra persona. Mientras caminamos en nuestra fe junto a otros, debemos ser capaces de hablar, recibir y dar consejo sobre todas las áreas de la vida. Parte de esto significa hacer, y estar dispuestos a responder, preguntas de sondeo de cómo la vida familiar pasada de un hermano o hermana nos afecta hoy, para bien y para mal.

Esto significa que cuando un cristiano mayor se compromete intencionadamente con alguien como hijo o hija espiritual, debe pensar más allá de las «cosas espirituales», aunque sean vitales. También debe pensar en la salud mental, emocional y física, y en la sabiduría práctica. Recuerdo cómo, después de tener a nuestro primer hijo, una madre creyente vino a ayudarme mientras yo luchaba con la tristeza posparto y la lactancia.

Mi introducción a la maternidad fue dura, y mi propia madre se encontraba a la distancia de Estados Unidos y no estaba allí para acompañarme. Pero una madre creyente sí. Recuerdo que pedía consejo a mis hermanas solteras acerca de la crianza de los hijos. Quería contar con ellas y hacerles saber que valoraba sus consejos tanto como los de las que tenían hijos. Salí a pasear con una hermana que me servía de mentora de manera informal. Hablamos del matrimonio, la maternidad y una visión bíblica del cuerpo, y eso me animó. Dios estaba utilizando a la iglesia de muchas maneras diferentes para moldear mi matrimonio, la crianza de mis hijos y a mí misma.

Ahora, algunos años después, tengo algunas oportunidades de ser mentora de otras y hablar sobre su salud mental, física, emocional y espiritual. Mi oración es que estas hermanas salgan amando más a Jesús como resultado de nuestro tiempo juntas, para que puedan prosperar en la vida. He podido ayudar a las hermanas a reconocer señales de cansancio y ansiedad, y a estar dispuestas a pedir ayuda cuando la necesitan.

He llegado a ver que el deseo de tener el control o la tendencia al perfeccionismo no es solo una carga para quienes se criaron en hogares monoparentales. Puede colarse en muchos corazones, incluso en los de quienes siempre tuvieron cerca a su padre biológico.

Todo esto y mucho más es el resultado de que nos tomemos el tiempo de conocer bien a los demás y de ser conocidos por ellos. Es demasiado fácil reaccionar y dar consejos a partir de nuestras propias suposiciones. Recuerdo a una amiga que le contó a un hermano en Cristo que tuvo que dejar la escuela por falta de dinero. Su respuesta fue: «Bueno, ¿por qué no le pediste a tu papá que cubriera los gastos?». ¡Cuenta las suposiciones que estaba haciendo en esas trece palabras! No todo el mundo tiene un padre en su vida. No todo el mundo tiene un padre que disponga de dinero para ayudarle.

Creo que este es uno de los beneficios de una iglesia diversa: cuanto mayor es la variedad de experiencias, más oportunidades hay de ayudarse unos a otros, y más rico es el discipulado. Caminar por la vida con creyentes cuyas historias son muy diferentes a la mía garantiza que en mis decisiones y esperanzas y sueños estoy adorando a Cristo y amando a mi prójimo que puede ser diferente a mí. Todo esto requiere tiempo. Una iglesia sana está dispuesta a dedicarlo. Es lo que vemos en la primera iglesia del Nuevo Testamento:

«Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos» (Hch. 2:44-47).

Los que tenían más daban algo de lo que tenían para ayudar a los que tenían poco. Partían el pan juntos en sus casas. Eran una familia. ¿Cómo serían las cosas si cada una de nuestras iglesias adoptara esta mentalidad, compartiendo lo que tenemos para ayudar a otros a prosperar en Cristo y en la vida? Podríamos transformar por completo a la próxima generación.

Hombres y mujeres que no crecieron con sus padres podrían ser engendrados por hombres piadosos en la iglesia. Hombres y mujeres solteros tendrían vibrantes relaciones de hermanos entre sí como hermanos y hermanas en Cristo, sin la incomodidad que a menudo sienten unos con otros. Las parejas recién casadas que nunca han visto el matrimonio de cerca podrían tenerlo como modelo y se les ayudaría a establecer hábitos sanos dentro de sus propias relaciones. Y, a su vez, podrían cuidar de sus hijos en un tipo de hogar muy diferente.

El círculo vicioso de la desintegración familiar que se transmite de generación en generación se detendría y sería sustituido por un círculo virtuoso de matrimonios y familias amorosos, piadosos y duraderos. Ese es el efecto dominó por el que la familia de Dios podría orar y amarse unos a otros.

AUTOPISTA AL CIELO

La verdad es que nuestras familias naturales siempre fueron temporales. Nuestras familias naturales son una sombra de la familia espiritual que Dios siempre tuvo en mente para nosotros. Es esa familia con la que moraremos, cenaremos y adoraremos por toda la eternidad cuando vayamos al lugar eterno que nuestro Hermano, Jesús, ha preparado para nosotros (Jn. 14:2). La Iglesia es nuestra verdadera y mejor familia. Es la ciudad sobre el monte. Es el pueblo de Dios del nuevo pacto, los santos en la tierra, los gloriosos en quienes debemos deleitarnos (Sal. 16:3). Son los que están ahí para ayudarnos a fortalecernos y también para consolarnos cuando nuestra familia natural está tan rota y agrietada como la tierra árida.

Un ejemplo bíblico lo encontramos en Timoteo. Aprendió las Escrituras de su madre Eunice y de su abuela Loida (2 Ti. 1:5). No sabemos si fue criado o no en un hogar monoparental; es posible que su madre fuera viuda o que su padre no fuera creyente. Lo que sí sabemos es que fue por la influencia de las mujeres en su familia que Timoteo fue criado espiritualmente; y sabemos que Pablo fue un padre espiritual para él, animándolo en sus dones y confianza en Dios. Para Pablo, Timoteo era su «amado hijo» (v. 2).

Este es el llamamiento de la iglesia y la responsabilidad privilegiada de cada santo: hacer discípulos y guiarlos. Amarnos unos a otros no es algo opcional, si conocemos el amor de nuestro Salvador:

«En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:16-18).

Ese fue el amor que me mostró la familia que me dio una habitación cuando me mudé por primera vez a D.C.; las hermanas que estuvieron a mi lado en mi primer año de matrimonio y los siguientes, y cuando tuve a mis bebés; los hermanos que ayudaron a Shai a saber cómo ser un esposo piadoso; los innumerables hombres y mujeres que han estado a nuestro lado. Este es el llamamiento: aceptar esta ayuda por fe y también ser este tipo de miembros de la iglesia; ser ayudados y guiados y, en la medida de nuestras posibilidades, ofrecer ayuda y orientación a los hermanos más pequeños mediante el ejemplo y la mentoría.

Cuando encuentras un Padre en Dios, encuentras una familia en su iglesia. Y todo lo que se necesita es un pueblo cristiano para romper el dominio de un padre ausente que puede agobiar a un niño. Piensa en lo que podemos hacer cuando damos prioridad a las necesidades de nuestras familias espirituales. Cuando nuestra fe se une a nuestras obras. Cuando los miembros de nuestra iglesia entran en contacto con nuestro amor. El impacto en los huérfanos será transformador de vidas. El impacto en el futuro podría cambiar generaciones.

 

Traducido por Nazareth Bello

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Nota del editor: Este artículo fue tomado de Finding My Father: How the Gospel Heals the Pain of Fatherlessness por Blair Linne, ©2021. Utilizado con permiso de The Good Book Company.