Predicación expositiva

Cómo tropecé accidentalmente con los medios ordinarios de la gracia y luego me enamoré de ellos

Por Alex Duke

Alex Duke es el director editorial de 9Marks. Vive en Flushing, Nueva York, y es miembro de North Shore Baptist Church. Puedes encontrarlo en Twitter en @_alexduke_
Artículo
16.03.2022

Quiero contarte acerca del sermón más influyente que he escuchado.

I. El viaje transatlántico, Parte 1

Fui a la universidad un año más tarde que la mayoría de mis amigos, por lo que cuando me presenté ya ellos llevaban un año yendo a la iglesia. No mencionaré su nombre, pero tenía la palabra «bautista» en él. A mí, por otro lado, me gustaba asistir a iglesias cuyos nombres podrían haber servido para empresas tecnológicas emergentes o centros de rehabilitación: The Verve, The Well, Crossroads, ya sabes de qué hablo.

Pero confiaba en mis amigos. Así que el domingo por la mañana me subí soñoliento al automóvil y conduje 25 kilómetros lejos del campus hasta un edificio en forma de cruz enclavado entre un campo y otro. De hecho, el ganado estaba majando. Para un estudiante universitario de primer año, esta excursión de 20 minutos me pareció un viaje transatlántico. Me preguntaba si alguna vez regresaría.

II. El predicador sencillo

Caminamos adentro, tomé asiento, cantamos algunas canciones, me volví a sentar, y entonces un hombre anciano apareció frente a nosotros. Llevaba un traje, inolvidablemente oscuro y no entallado. Me di cuenta inmediatamente de que no había podio, ni púlpito ni atril, sino un taburete en el que esperaba que se sentara para lucir informal y conversador. Había visto a pastores hacer eso antes. Pero no me pareció del tipo conversador. Resultó ser que el taburete era más bien para su Biblia, que era grande y pesada, y estaba muy desgastada. Parecía haber pasado por lo mismo que este hombre.

No sé cómo expresarlo de otra manera que no sea diciendo que este hombre lucía agresivamente ordinario. Podría haber pasado por mi farmacéutico, o por el entrenador de las Pequeñas Ligas de tu hijo, o por un hombre que vende cebos en una tienda de pesca. Y entonces, comenzó a predicar. «Abran sus biblias en Génesis 6:1-8». Hablaba despacio, con un cuidado que algunos podrían haber confundido con incertidumbre.

Lo que sucedió los próximos 40 minutos fue tan desconcertante como hermoso. Yo había crecido en la iglesia. Había leído libros cristianos y había dirigido estudios bíblicos cristianos. Podía explicar cómo creer en Jesús lo cambia todo y probablemente podía articular el argumento teleológico de la existencia de Dios. Levantaba mis manos durante la adoración; había llorado por mis pecados y por el pecado de mis amigos.

Amaba a Jesús.

No obstante, nunca había escuchado algo así. Porque este predicador de apariencia sencilla, con su Biblia bien desgastada y su taburete un poco inútil, se quedó allí, explicando y aplicando Génesis 6 a todos los oyentes. Y yo lo escuchaba, paralizado.

El sermón no estuvo pulidoaños más tarde me dijo que no podía usar un manuscrito, aunque desearía poder hacerlo—, pero fue preciso. Fue agudo y sincero. Nos llamó «queridos». Era manso, tan, tan manso. Y, sin embargo, al hablar del juicio de Dios sobre pecadores como nosotros, su mansedumbre se convirtió en una firme urgencia. Nos dijo que huyéramos al arca que es Cristo. Nos dijo que no nos burláramos del juicio de Dios que se avecinaba, y nos rogó que nos deleitáramos en la misericordia de Cristo antes de que las aguas del juicio se elevaran por encima de nuestros cuellos.

Utilizando Génesis 6, nos habló con lágrimas en los ojos —siempre acababa con lágrimas en los ojos—, del amor de Dios por los pecadores como nosotros. Nos habló de Jesús, de la sustitución y de la resurrección.

III. ¡Dr. Watson!

No estoy seguro de que me haya enseñado ningún hecho discreto que no supiera ya. En cambio, como un buen detective, exponía todo lo que yo ya sabía de tal manera que llevaba a una conclusión. Pero esto es lo que me sorprendió: su conclusión no era sobre o sobre lo que debía hacer. Era una conclusión acerca de Cristo, una conclusión acerca de cómo Dios nos había dado el sexto capítulo del Génesis no principalmente para enseñarnos la justicia de Noé, sino la justicia de Cristo.

Si me hubieras pedido, durante mi primer viaje transatlántico a esta iglesia, que leyera Génesis 6 y te explicara lo que significaba, no tengo ni idea de lo que habría dicho. Podrías haberme dado la lupa personal de Sherlock Holmes y no estoy seguro de que hubiera encontrado una sola pista que me llevara a la cruz. Por supuesto, sabía por experiencia que los sermones debían terminar en la cruz, pero pensaba que en esos momentos el Señor permitía la teletransportación, especialmente para los sermones centrados en el Antiguo Testamento.

Esa es la historia del primer sermón expositivo que escuché. Me encantó. Me estimuló intelectual y espiritualmente. Pero no tenía categoría para ello. No tenía idea de lo que estaba ocurriendo, y mucho menos idea de por qué estaba ocurriendo. Para ser honesto, me pareció tan curioso e idiosincrático como convincente.

Tal vez el predicador solo había tenido una muy buena semana —pensé—. Me pregunto cómo lo hará la próxima semana.

IV. El viaje transatlántico, Parte 2

Por lo que, el domingo siguiente, volví a subir al automóvil con sueño: entré, tomé asiento, canté algunas canciones, me volví a sentar, y entonces el predicador se levantó. Llevaba un traje diferente, pero sostenía la misma Biblia.

Comenzó con la misma introducción lenta y somnolienta: «Abran sus biblias en Génesis 6. Empezaremos en el versículo 9». Le toqué el hombro a mi amigo y le susurré: «Esto es raro. ¿Qué está haciendo?» Él se sonrío. Yo no, estaba perdido. Nunca había visto a un predicador continuar donde se quedó, como en un episodio de 24 o algo así.

Durante los próximos 40 minutos, el predicador volvió a predicar acerca del libro de Génesis. La estructura del sermón era igual, pero sus contornos habían cambiado según el pasaje en cuestión. Así que volví a escuchar, otra vez perplejo.

Y en algún momento, las cosas empezaron a encajar. Me di cuenta de que lo que había escuchado la semana anterior no era algo puntual. Era una forma de hacer iglesia, una forma de pensar en la vida cristiana. No podía creer que nunca hubiera oído hablar de ello antes, y no podía esperar para aprender más. Por esa razón, este segundo sermón expositivo fue el sermón más influyente que había escuchado. Despertó en mí una revelación impactante: Me he estado perdiendo algo que no sabía que existía.

V. Un dique roto

Casi cuatro años después, en uno de mis últimos domingos en la universidad, escuché un sermón acerca de los huesos de José. El predicador —ahora lo llamaba «Pastor Steve» señaló la resurrección del pueblo de Dios en el último día y nos rogó que confiáramos en Jesús. ¿Nuestro texto esa mañana? Génesis 50:22-26. Por supuesto que nos llamó «queridos». Y por supuesto que había lágrimas en sus ojos.

También había lágrimas en mis ojos. Amaba a este hombre, mi pastor y predicador. Era ordinario, llevaba trajes oscuros y pesados en los días de verano, y lloraba literalmente cada domingo. Pero no lo amaba por eso. Lo amaba porque me presentó la extraordinaria gracia de Dios de una manera muy ordinaria, a través de sermones sencillos, centrados en la Palabra, que no se basaban en historias reconocibles ni concluían con un llamamiento a la renovación moral. Sus sermones eran para mí, por supuesto, pero no se trataban de mí. Se trataban de Dios y el evangelio.

Aunque no me daba cuenta, me presenté en esta iglesia con la cabeza llena de información verdadera acerca de la Biblia y sentimientos sinceros sobre cómo vivir una vida que agrada a Jesús. Pero no sabía realmente qué hacer con todo esto, y ciertamente no podía darle sentido a la Biblia. No sabía cómo entenderla, aplicarla y conectarla con Jesús. Conocía tantos hechos discretos, y sentía tantas convicciones discretas. Pero nadie me había mostrado cómo encajaban.

Con el tiempo, los sermones del Pastor Steve conectaron los puntos. Fueron las manos que clavaron la espada del Espíritu en mi mente y en mi corazón. Perforaron el dique y, en el proceso, este hombre ordinario y sus sermones ordinarios trajeron un cambio extraordinario a mi vida ordinaria.

El primer domingo que estuve allí, me presenté en esa iglesia preguntándome si alguna vez regresaría. El viaje era muy largo y el ambiente era muy aburrido. El último domingo, me fui preguntando si alguna vez encontraría una iglesia igual.

 

Traducido por Nazareth Bello