Clases esenciales: Historia de la Iglesia

Historia de la Iglesia – Clase 2: Primeras reuniones de los santos y defensa de la fe

Por CHBC

Capitol Hill Baptist Church (CHBC) es una iglesia bautista en Washington, D.C., Estados Unidos
Artículo
23.08.2019

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Clase esencial
Historia de la Iglesia
Clase 2: Primeras reuniones de los santos y defensa de la fe


Desarrollo de la Escritura, de la adoración y del liderazgo en la Iglesia primitiva.

Introducción

Al escribirle al emperador romano Trajano, un gobernador llamado Plinio el Joven describió la práctica de los primeros cristianos a principios del siglo II d. C.:

«Tenían el hábito de reunirse en un cierto día fijo, antes del amanecer, dedicándose a cantar en alternados versos un himno a Cristo como a un Dios, comprometiéndose entre sí, por medio de un solemne voto, no sólo a no cometer acciones malvadas, sino a ni siquiera cometer fraude, hurto o adulterio; a no prometer en falso, ni a negar un encargo cuando se les pidiera su devolución»[1].

¿Cómo se desarrollaron las primeras prácticas de adoración cristiana? ¿Y a dónde acudía la iglesia en busca de dirección y liderazgo? En medio de la expansión y persecución que estudiamos la semana pasada, los primeros cristianos enfrentaron otros dos desafíos. Primero, tenían que desarrollar sus propias reuniones, de manera que dieran gloria a Dios, mantuvieran la unidad del cuerpo, y separaran claramente el cristianismo del resto de las religiones de la época. Segundo, debían defender la fe ante los múltiples desafíos teológicos y filosóficos que se levantaban en su contra, tanto internos como externos.

En esta clase exploraremos la naturaleza de las primeras reuniones de adoración cristiana, cómo se practicaron las ordenanzas del bautismo y la comunión, cómo se formó el canon de las Escrituras, y cómo se desarrolló el liderazgo de la Iglesia.

Estos fueron tiempos difíciles. La verdad combinada con el error, la persecución con el crecimiento, la división con la unidad. No obstante, si hay un tema que define a esta clase es la fidelidad de Dios. En medio de estas confusiones y desafíos, el Señor proclamó su Palabra, y preservó a su pueblo.

  1. Práctica de las primeras reuniones cristianas

¿Alguna vez te has preguntando de dónde proviene el orden de nuestros servicios de adoración? El bautismo, la Cena del Señor, la ofrenda, el canto y la predicación, están todos prescritos en la Escritura, y fueron todos prácticas llevadas a cabo por los primeros cristianos. Después de que Jesús ascendió al cielo, los cristianos comenzaron a reunirse para tiempos de enseñanza y alabanza. Durante las primeras décadas de la fe, muchos creyentes todavía adoraban en el templo judío y guardaban el día de reposo. Además, la Biblia indica que los cristianos también comenzaron a reunirse en hogares privados, como el de Priscila y Aquila en Romanos 16:3-5. Es probable que muchas de estas reuniones se dieran en secreto, especialmente durante los tiempos de intensa persecución. No fue sino hasta finales del siglo II y comienzos del siglo III d. C., que se construyeron edificios que servían para el propósito de las reuniones de la Iglesia.

Los cristianos se reunían el primer día de la semana. Esto, por supuesto, para celebrar el hecho de que el día después del día de reposo judío, Jesús había resucitado de entre los muertos. Durante varios años, el primer día de la semana se conoció como «el día del Señor», como lo llama Juan mientras estaba exiliado en la isla de Patmos (Apocalipsis 1:10). Los primeros cristianos eran bastante conscientes de sus vínculos con el judaismo. Como resultado, su adoración parece haber sido modelada, al menos en los primeros años, por el modelo de adoración familiar en las sinagogas.

A. El bautismo

Los primeros cristianos practicaron dos ordenanzas establecidas por el Señor Jesús: el bautismo y la Cena del Señor.

La Iglesia tomó la práctica del bautismo muy en serio, a menudo exigía un estudio y preparación intensivos antes de que un creyente pudiera ser bautizado, y usualmente requería que el bautismo fuera supervisado, si no era administrado por un anciano u obispo. En ocasiones, el tiempo entre profesar la fe y ser bautizado duraba hasta dos años. Esto parece haber sido en parte porque la Iglesia era muy diferente a la cultura. Rodeada de un mundo hostil a sus creencias, los primeros cristianos debían mantener su fe y su comunidad puras, y asegurarse de que todo nuevo creyente entendiera claramente el evangelio y se comprometiera con la Iglesia.

La Didaché es un manual anónimo de prácticas de la Iglesia del siglo II d. C. Aunque no es inspirado del mismo modo que las Escrituras, ofrece un registro útil de las prácticas de la Iglesia primitiva. Acerca del bautismo, registra las siguientes instrucciones:

«Bauticen de este modo: ‘en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo’ en agua viva [corriente]. Si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no puedes con agua fría, hazlo con caliente. Si no tienes ni una ni otra, derrama agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo. Antes del bautismo, el bautizado y el que bautiza deben ayunar, y todos los que puedan»[2].

Dos aspectos del bautismo parecen haber dividido a la Iglesia primitiva, si los niños debían ser bautizados, y si el bautismo era regenerativo. La primera mención que se registra del bautismo de niños llega del siglo II d. C., de la mano de Tertuliano, quien condena la práctica del bautismo de niños. Aproximadamente, a mediados este siglo, otros líderes de la Iglesia escribieron en defensa de esta práctica, y se hizo cada vez más prevalente en los siglos IV y V. En cuanto a lo que el bautismo realmente logra, algunos líderes de la Iglesia primitiva creían que el bautismo tenía cualidades salvíficas o regenerativas, entiéndase, que en verdad remueve el pecado y trae salvación. Otros mantuvieron una perspectiva más bíblica, que el bautismo sirve como una señal externa y el sello de una realidad interna: nuestra fe en Cristo.

B. La Cena del Señor

La Iglesia primitiva también practicaba la Cena del Señor, o la comunión. Uno de los padres de la Iglesia primitiva, Justino Mártir, escribió cerca del año 150 d. C. su Primera Apología, la cual brinda un relato detallado de las reuniones de los primeros cristianos. Justino registra que la Cena del Señor era un «recordatorio de la pasión» de Cristo. Escribe:

«Terminadas las oraciones, nos saludamos mutuamente con un beso. Luego, al que preside la asamblea de los hermanos, se le ofrece pan y un vaso de agua y vino templado, y tomándolos él tributa alabanzas y gloria al Padre del universo por el nombre de su Hijo y por del Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de gracias, por habernos concedido esos dones que de Él nos vienen. Cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: ‘Amén’… Una vez que el presidente ha terminado la acción de gracias y todo el pueblo ha manifestado su acuerdo, los que entre nosotros se llaman ‘diáconos’, dan a cada uno de los asistentes parte del pan y del vino mezclado con agua sobre los que se dijo la acción de gracias, y lo llevan a los ausentes.  Este alimento se llama entre nosotros ‘Eucaristía’»[3].

En la mayoría de los casos, la primera parte del servicio estaba abierta a cualquiera, incluidos los tiempos de la lectura de la Palabra, la oración, el cántico y la exhortación. Sin embargo, la segunda parte del servicio, que incluía la ordenanza de la Cena del Señor, estaba reservada solo para los creyentes en Cristo bautizados.

Esto amerita nuestra reflexión. Las ordenanzas no solo fortalecen nuestra fe en Cristo y nuestra unidad con otros creyentes hoy día, sino también con la Iglesia universal a través de los años. Cuando recibimos el bautismo o participamos de la Cena del Señor, nos unimos por la fe a los millones de cristianos que han venido antes que nosotros, profesando juntos «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo». [Cuando observes la práctica del bautismo en tu iglesia, asegúrate de contemplar la fidelidad de Dios no solo en la vida de quienes están siendo bautizados, sino también la fidelidad de nuestro Señor durante generaciones].

C. La predicación

Orar, cantar himnos y salmos, y leer la Biblia eran partes consistentes en las reuniones de la Iglesia primitiva. Las cartas apostólicas se leían una vez disponibles, pero hasta que el Nuevo Testamento comenzó a tomar forma a mediados del siglo II d. C., gran parte de la lectura  y enseñanza de la Escritura era de los antiguos escritos judíos, nuestro Antiguo Testamento. Justino Mártir (cerca del año 150 d. C.) escribe:

«El día que se llama día del Señor, tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los Profetas, cuando el tiempo lo permite. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas»[4].

La calidad de la predicación era mixta. 2 Clemente, probablemente escrito en el siglo II d. C., nos da una buena idea de la predicación de los primeros cristianos. Era fiel a la Palabra de Dios, pero no tan expositivamente refinada como se presentaría durante la Reforma.

  1. El canon de las Escrituras

En muchas formas, los aspectos más notables acerca del desarrollo del canon de las Escrituras son qué tan rápido la Iglesia llegó a un acuerdo práctico y qué poca disensión surgió de ello. La palabra proviene de la palabra griega (kanon), que significa «regla o estándar», y con ella, los cristianos  describen los libros estándar de la Biblia que brindan la máxima «regla y autoridad» definitiva de nuestra fe. Por supuesto, debido a sus raíces en el judaismo, los primeros cristianos ya afirmaban la autoridad bíblica, porque veían las Escrituras hebreas, o el Antiguo Testamento, como la Palabra de Dios. Simplemente enfrentaban la pregunta de cuáles libros debían agregarse a este canon del Antiguo Testamento.

Los cristianos inmediatamente aceptaron los escritos de los apóstoles, como las cartas de Pablo, como autoritativos e inspirados por Dios. Incluso dentro de la Biblia, en 2 Pedro 3:16, el apóstol Pedro reconoce los escritos de Pablo como «Escrituras». Estas epístolas circularon ampliamente entre diferentes iglesias en los siglos I y II d. C. Los primeros cristianos también reconocieron los cuatro Evangelios, y para finales del siglo II, la Iglesia tenía prácticamente una colección de las Escrituras del Nuevo Testamento, incluyendo los Evangelios, Hechos y las cartas de Pablo. 1 Clemente, por ejemplo, escrito cerca del año 100 d. C., muestra una profunda familiaridad con la mayoría de los libros del Nuevo Testamento.

A. Marción

A veces se necesita de una amenaza o de un desafío externo para obligar a los cristianos a que clarifiquen y defiendan sus creencias, y la canonización no fue la excepción. A mediados del siglo II d. C., un hereje en Roma llamado Marción comenzó a atraer seguidores a sus falsas enseñanzas, e intentó formar un canon bíblico distinto. Marción, influenciado por la filosofía de Platón, creía que la materia era mala y que el reino espiritual era bueno. Alegaba que existían dos dioses diferentes: el malvado dios del Antiguo Testamento, que había creado este mundo miserable y que era irrelevante, duro y cruel, y el buen dios del Nuevo Testamento, que era misericordioso, amoroso y que había enviado a Jesús a la tierra (como adulto, no como niño) para hacer que los cristianos regresaran al mundo espiritual. [¿Alguna vez has escuchado a un amigo inconverso quejarse de que el «Dios del Antiguo Testamento» es un dios de juicio, mientras que el «Dios del Nuevo Testamento» es amoroso? De nuevo, esto no es nuevo, y es tan errado como lo fue en el siglo II]. De modo nada sorprendente, Marción odiaba a los judíos tanto como odiaba el Antiguo Testamento. Así que decidió crear su propia «biblia», y rechazó todo el Antiguo Testamento junto con los Evangelios según Mateo, Marcos y Juan en el Nuevo Testamento, ya que creía que «la judeidad» había contaminado todos esos libros. Solo aceptaba el Evangelio según Lucas y los escritos de Pablo como verdaderos.

Los primeros cristianos condenaron legítimamente a Marción por su herejía. Ireneo dice que Policarpo lo llamó en su cara «el primogénito de Satanás»[5], y otro padre de la Iglesia lo llamó «el lobo de Ponto». Pero desafíos como el suyo y el de otros (tales como los montanistas, que afirmaban que todavía recibían revelación divina de sus profetas), obligaron a la Iglesia a oficializar el canon de las Escrituras que se usaba en la práctica. La Iglesia desarrolló un sencillo conjunto de estándares para determinar la inspiración. El documento tenía que haber sido escrito por un apóstol o por un amigo íntimo de un apóstol, tenía que concordar con la fe y doctrina en las reconocidas e indudables cartas de los apóstoles, y debía estar funcionando ampliamente como Escritura dentro de la Iglesia.

Aunque la vasta mayoría del Nuevo Testamento ganó una amplia y temprana aceptación, surgieron algunos desafíos. Los pseudepigrapha, o «escritos falsos» era comúnes en ese entonces; autores desconocidos escribían cartas o tratados y firmaban con el nombre de un apóstol para darle credibilidad. Los llamados «evangelios» de Tomás, María, Bernabé, e incluso del mismo Señor Jesucristo circularon entre las iglesias en un momento u otro. Algunos libros parecen haber sido considerados, pero fueron finalmente rechazados. Por ejemplo, la Didaché, el Pastor de Hermas, el Apocalipsis de Pedro, y la Epístola de Bernabé no obtuvieron aceptación debido a interrogantes de doctrina o autenticidad. Hebreos enfrentó algunas preguntas debido a su autoría desconocida, pero fue aceptado por su evidente apostolicidad. Apocalipsis también recibió cierto escrutinio por su espeluznante visión del futuro, que molestó a algunos cristianos enamorados del Imperio romano. Si bien muchos padres de la Iglesia primitiva a principios del siglo II d. C., describieron la gran mayoría de los libros del Nuevo Testamento como Escrituras, el primer documento escrito que tenemos que enlista los veintisiete libros del Nuevo Testamento es la trigésimo novena Carta de Pascua de Atanasio, escrita en el año 367 d. C.

No obstante, citando las palabras del reconocido teólogo y erudito bíblico B. B. Warfield:

«El canon del Nuevo Testamento se completó cuando el último libro autoritario fue entregado a cualquier iglesia por los apóstoles, y fue entonces cuando Juan escribió el Apocalipsis, cerca del año 98 d. C…. no debemos confundir las evidencias históricas de la lenta circulación y autenticación de estos libros… [como] evidencia de la lentitud de la ‘canonización’ de los libros por la autoridad o el gusto de la Iglesia misma»[6].

Cuando leas tu Biblia hoy, no la tomes a la ligera. Léela creyendo que Dios ha hablado, que Él se ha revelado a nosotros en las Escrituras, y con la certeza de que leemos la misma Biblia que transmitieron los primeros apóstoles de la Iglesia de Cristo.

  1. Estructura del liderazgo en la Iglesia primitiva

Aunque el Señor Jesús es la máxima cabeza de su Iglesia, él también instituyó líderes humanos desde un principio. Pablo y los otros apóstoles fueron cuidadosos al nombrar ministros en cada iglesia que plantaron. A mediados del siglo I d. C., el Nuevo Testamento nos dice que en las iglesias existían dos cargos: el de «diáconos» y el de «ancianos» o «supervisores». La Didaché también da instrucciones acerca del gobierno de la Iglesia:

«Elijan obispos y diáconos dignos del Señor, que sean hombres humildes, no amantes del dinero, veraces y bien probados, porque también ellos los sirven a ustedes como profetas y maestros»[7].

Al principio, cada iglesia tenía sus propios ancianos u obispos. Sin embargo, a medida que la Iglesia continuaba creciendo durante el siglo III d. C., aunque los obispos no podían cumplir con la responsabilidad de supervisar a tantas personas, éstos se convirtieron en líderes de miles de personas y, quizá, de decenas de congregaciones en una sola ciudad. Se asignaron presbíteros o sacerdotes para que asistieran al obispo en sus deberes. Todas las iglesias de una ciudad estaban bajo el cuidado del obispo. En Roma, por ejemplo, el obispo administraba todos los bautismos y bendecía personalmente el pan y el vino para la eucaristía, que luego los presbíteros llevaban a las congregaciones esparcidas en toda la ciudad. Los obispos también eran exclusivamente responsables de las finanzas de las iglesias, lo que eventualmente contribuiría a todo tipo de escándalo y abuso.

En teoría, todos los obispos eran iguales, pero en la práctica, aquellos que estaban a cargo de las ciudades más grandes gradualmente ejercieron cada vez más influencia. Comprensiblemente, se considera que los grandes centros de intercambio y aprendizaje tienen mayor autoridad. La iglesia madre en Jerusalén había ocupado la posición de autoridad hasta el año 70 d. C., cuando los romanos la destruyeron. Posteriormente, el centro de autoridad cambió a Occidente, y descansó en las iglesias de Alejandría, Antioquía, Roma y Cartago. Desde muy temprano en la historia del cristianismo, Roma se convirtió en la iglesia preeminente en el imperio. La magnificencia política de la ciudad capital y las tradiciones de los martirios de Pedro y Pablo, rápidamente hicieron que Roma fuera reconocida como la más grande de todas las iglesias. Tan pronto como a finales del siglo II, 200 años antes de que se afirmara autoritativamente la primacía de la ciudad, Ireneo, obispo de Lyon declararía:

«Es una cuestión de necesidad, que todas las iglesias deban estar de acuerdo con esta iglesia [la iglesia de Roma] a causa de  su autoridad preeminente»[8].

Por supuesto, esto no significa que los obispos de Roma del siglo II tuvieran las expansivas e infalibles funciones de supervisión que sus obispos posteriores afirmarían, pero queda claro que las semillas de esa primacía general se sembraron desde muy temprano.

Sin embargo, la supremacía de Roma no era incuestionable. Aunque la separación formal entre Occidente y Oriente, entre la Iglesia Católica de Roma y la Iglesia Ortodoxa del Este, no se produciría hasta el siglo II d. C., es posible ver las semillas de esa división a partir del siglo II d. C. Disputas de poder combinadas con diferencias de estilo y sustancia. Por ejemplo, Victor, obispo de Roma desde el año 189 hasta el 199 d. C., amenazó con excomulgar a las iglesias de Oriente en Asia Menor que no estuvieran de acuerdo con él acerca de la fecha correcta para la Pascua. Incluso a temprana edad, la Iglesia de Oriente, que enfatizaba el idioma griego y un entendimiento más místico de la fe, comenzó a distinguirse de la Iglesia de Occidente, que enfatizaba el latín y una fe más racional. Algunas de las diferencias y errores que hemos visto, ya sea en relación con el bautismo, el liderazgo de la Iglesia, o las disputas entre el Oriente y Occidente, plantean interrogantes acerca de por qué partes de la Iglesia se equivocaron tan pronto. Primero, recuerda que solo Cristo es infalible; como personas pecaminosas, todos los cristianos cometemos errores. Vemos esto incluso en el Nuevo Testamento, cuando Pablo, en el capítulo 2, cuenta a los gálatas cómo había reprendido al apóstol Pedro por una conducta potencialmente legalista. Segundo, la Iglesia primitiva no siempre tuvo la clara dirección de las Escrituras, principalmente debido a un número de copias bastante limitado, a una alfabetización limitada, y también porque aún se estaban resolviendo algunas preguntas acerca del canon. Tercero, muchas partes de la cultura, intelectual, espiritual y moral, eran influencias negativas para la fe. Y los primeros cristianos fueron los primeros en luchar con estos problemas, que incluyen algunos de los mismos desafíos que seguimos enfrentando los cristianos en la actualidad.

  1. Los padres de la Iglesia

Después de la muerte de los apóstoles, otros líderes emergieron para tomar su lugar. Debido a la tremenda influencia que ejercerían en el desarrollo de la doctrina y práctica de la Iglesia, estos hombres fueron llamados «padres». Haremos una pausa para dar un vistazo a algunos de los más importantes de ellos. Dos, y tal vez tres de los primeros, conocidos como «padres apostólicos», ya que habían sido entrenados por algunos de los apóstoles, fueron Clemente, Ignacio y Policarpo.

A. Los padres apostólicos: 

i. Clemente de Roma

No es seguro que Clemente de Roma haya sido un seguidor directo de los apóstoles, pero fue el obispo de la iglesia en Roma hacia finales del siglo I y comienzos del siglo II d. C. Hay un Clemente que se menciona en Filipenses, posiblemente sea él, y Tertuliano registra que conocía a Pedro, pero esto no es absolutamente cierto. Quizá haya sido el sucesor inmediato de Pablo en Roma, pero es más probable que haya sido el tercero o cuarto después de él. Existe un escrito auténtico suyo, 1 Clemente, que es un llamado a la iglesia en Corinto para que respetara la autoridad de sus ancianos, se esforzara por vivir en unidad, y recordara que había sido justificada en Cristo:

«Y así nosotros, habiendo sido llamados por su voluntad en Cristo Jesús, no nos justificamos a nosotros mismos, o por medio de nuestra propia sabiduría o entendimiento o piedad u obras que hayamos hecho en santidad de corazón, sino por medio de la fe, por la cual el Dios Todopoderoso justifica a todos los hombres que han sido desde el principio; al cual sea la gloria para siempre jamás»[9].

ii. Ignacio de Antioquía

Ignacio fue el obispo de la iglesia en Antioquía a comienzos del siglo II d. C. Probablemente conoció al apóstol Juan, y mantuvo larga correspondencia con Policarpo, quien también conoció a Juan. Las autoridades romanas bajo el emperador Trajano capturaron a Ignacio y lo trajeron a Roma. Lo poco que sobrevive acerca de su vida se encuentra contenido en siete cartas que escribió a varias iglesias durante su largo viaje a Roma para su martirio. Ignacio alegaba que debía existir un solo obispo a cargo de cada congregación a diferencia de la pluralidad de ancianos que Clemente aborda en su carta a los corintios. Ignacio también insistía en que los cristianos debían reunirse rutinariamente para protegerse del pecado, una especie de eco de lo que leemos varias veces en Hebreos:

«Porque cuando vosotros os reunís a menudo, las potestades de Satanás son abatidas y su obra de ruina destruida por la concordia de vuestra fe»[10].

Determinado a validar su fe al morir como mártir, al llegar a Roma para ser juzgado, rogó a la iglesia de allí que no hiciera nada para obstaculizar su ejecución, la cual se llevó a cabo en el año 115 d. C., cuando fue destrozado por leones:

«Que vengan el fuego, y la cruz, y los encuentros con las fieras [dentelladas y magullamientos], huesos dislocados, miembros cercenados, el cuerpo entero triturado, vengan las torturas crueles del diablo a asaltarme. Siempre y cuando pueda llegar a Jesucristo»[11].

iii. Policarpo de Esmirna

Ignacio dirigió una de sus siete cartas a otro influyente padre de la Iglesia, Policarpo, obispo de la iglesia en Esmirna. Policarpo había sido discípulo del apóstol Juan, y una de las cartas que Cristo ordena que se envíe a las siete iglesias en Apocalipsis está dirigida a Esmirna. Escribió varias cartas, pero solo permanece su epístola a los filipenses. La historia de su martirio, que leímos en la última clase, fue escrita por su iglesia, y es uno de los primeros relatos del martirio cristiano.

B. Los padres apologéticos:

Muchos padres de la Iglesia en los siglos II y III d. C. se enfocaron en los desafíos intelectuales que enfrentaba el cristianismo. Convencidos de que sus creencias podían prevalecer ante cualquier otra filosofía, llegaron a ser conocidos como «apologistas» por sus esfuerzos para explicar y defender la nueva fe.

El cristianismo nació en un mundo obsesionado con ideas y con el reino espiritual. La descripción que leemos en Hechos 17:21 de Pablo en Atenas bien podría aplicarse a gran parte del mundo mediterráneo: «Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo». Los estoicos, los platónicos, los aristotélicos, los gnósticos, los místicos, y casi cualquier otra rama de la filosofía y la religión reclamaban la atención de la gente.

i. Justino Mártir

El personaje más eminente de estos primeros apologistas fue Justino Mártir, uno de los primeros líderes de la Iglesia en Oriente. Justino empezó como un filósofo pagano de Palestina. Un día, mientras meditaba a solas en la playa, quizá en Éfeso, un extraño se le acercó, le mostró todas las fallas de su filosofía, y le expuso a los antiguos profetas judíos y su testimonio de Cristo. Justino fue principalmente un dotado intérprete de Las Escrituras, que llevó la exegesis a un nuevo nivel; fue él quien hizo la comparación entre la llega del pecado al mundo a través de Eva, y la llegada de la vida al mundo a través de María. Ya impresionado por la constancia de los cristianos que enfrentaban martirios, Justino se convenció y se convirtió en cristiano alrededor del año 132 d. C. Inmediatamente se dedicó a demostrar la verdad del cristianismo a los filósofos griegos. Centrándose en Cristo como el «logos» o «Palabra» que leemos en 1 Juan; alegó que Cristo cumplió todas las nociones incompletas de la filosofía de Platón. Justino ganó su nombre «Mártir» cerca del año 165 d. C. cuando fue decapitado en Roma, probablemente luego de haber derrotado a un filósofo pagano en una debate. Sobrevive un relato de su disputa con el magistrado romano.

ii. Atenágoras de Atenas

Otro elocuente apologista en Oriente fue Atenágoras de Atenas. Bien versado en filosofías paganas, Atenágoras contendió por la supremacía del cristianismo porque se basaba en la revelación directa de Dios, y no en las especulaciones de la limitada razón humana. Además, sostenía esto debido a que los dioses paganos eran creados a imagen del hombre, eran inadecuados e infantiles. Solo el Dios de la Biblia era supremo, todo sabio, perfecto, poderoso y bueno. Aunque se esforzó por defender la fe, Atenágoras en ocasiones cedía ante el pensamiento griego, haciendo que Dios sonara más como una idea filosófica que el viviente Señor del universo.

iii. Ireneo de Lyon

Prominente líder en Occidente, Ireneo estudió bajo Policarpo y se convirtió en el obispo de la iglesia en Lyon, en Gául (Francia) en el año 177 d. C. Ireneo dirigió la mayoría de sus escritos contra el gnosticismo. Tanto un grupo de sectas místicas como un error filosófico, el gnosticismo consideraba que la materia era mala y el espíritu bueno, negaba la creación del mundo por un solo Dios, y afirmaba poseer conocimiento secreto o «gnosis», necesario para obtener la salvación, con frecuencia malinterpretando deliberadamente pasajes de la Escritura:

«Cuando transfieren pasajes, los disfrazan y hacen una cosa de otra, logran engañar a muchos mediante su malvado arte de adaptar los oráculos del Señor a sus propias opiniones»[12].

Ireneo respondió en su obra Contra las herejías afirmando la sucesión apostólica, la noción de que «el canon (o regla) de la verdad», que había sido transmitido por los apóstoles, y que ahora era preservado en la Iglesia, proporcionaba la única clave para interpretar las Escrituras. Además, en contra de la creencia gnóstica de que la materia y la carne eran malas, Ireneo señaló que la historia culminaba con Dios tomando forma de carne y habitando en la tierra en la persona de Cristo.

iv. Tertuliano

Tertuliano, obispo de Cartago en Occidente, fue el primer cristiano en escribir extensivamente en latín. Abogado bastante elocuente, Tertuliano desarrolló gran parte del idioma que se usaría en la teología incluso hasta la fecha. Por ejemplo, Tertuliano fue el primero en emplear la palabra «trinitas», o trinidad, para describir la naturaleza de Dios como «una sustancia, tres personas». Su obra de arte fue la Apología, en la que hizo uso del razonamiento legal preciso para alegar ante funcionarios romanos que el cristianismo debía ser tolerado. También rechazó la idea de que la filosofía antigua debía mezclarse con el cristianismo, escribiendo: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?». Elocuente escritor, Tertuliano declaró célebremente: «La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia», mientras observaba que la fe se difundía a pesar de la violenta persecución. También muestra algo de humor: «¿Si el Tíber sube a las murallas, si el Nilo riega las vegas… luego grita el pueblo: ‘cristianos, al león. ¿Cómo? Todos ellos a un solo león?»[13]. No obstante, este sabio y astuto líder de la Iglesia tuvo un giro desafortunado. Alrededor del año 220 d. C., Tertuliano se unió a los montanistas, una extraña y hereje secta apocalíptica que afirmaba ser la culminación de la historia. Una vez más, aquí se nos recuerda que incluso los líderes más distinguidos de la Iglesia primitiva no eran inmunes de equivocarse terriblemente.

v. Clemente de Alejandría

Otro padre oriental capacitado en filosofía fue Clemente de Alejandría (no debe confundirse con Clemente de Roma). Influenciado por Justino, Clemente también buscó reconciliar dos mundos, persuadir a los cristianos de la sabiduría de la filosofía griega, y persuadir a los filósofos de la verdad del cristianismo. Esto lo llevó a inventar la noción del «purgatorio» como un lugar de purificación del alma, idea que eventualmente sería adoptada por la Iglesia Católica Romana. Clemente leía las Escrituras de manera más alegórica que literal, lo que explica algunas de las debilidades en su filosofía. Sirvió como obispo de Alejandría hasta el año 202 d.C., cuando fue obligado a huir de la persecución que estallaba en la ciudad.

vi. Orígenes

Cuando la persecución finalmente pasó, Orígenes, discípulo de Clemente y figura importante en la historia de la Iglesia, se convirtió en obispo. Nació en Alejandría aproximadamente en el año 185 d. C., Orígenes demostró ser un erudito brillante y el escritor eclesiástico más prolífico de su época, escribiendo más de 2000 obras. Realmente fue uno de los mejores maestros de la Biblia que haya vivido, produjo la mayor obra de erudición en la Iglesia primitiva, una inmensa obra titulada la Hexapla, que colocaba en seis columnas paralelas el texto hebreo antiguo del Antiguo Testamento junto con otras cinco traducciones griegas. Realizó los primeros esfuerzos por presentar las doctrinas fundamentales del cristianismo en una teología sistemática, e hizo grandes intentos por presentar las verdades del cristianismo en el idioma de la prevaleciente filosofía platónica del momento. Desafortunadamente, al igual que otros, esta filosofía griega hizo que se desviara, ya que la Iglesia lo condenó por su creencia en la preexistencia de las almas, la reencarnación y la salvación universal. Orígenes también fue reconocido por su estilo de vida ascético, por ejemplo, pasaba años sin usar zapatos, alimentándose solo de pan y agua, etc. Fuentes fidedignas afirman que Orígenes también realizó un acto de autocastración cuando tomó Mateo 19:12 demasiado literal[14]. Murió en el año 254 d. C. bajo la persecución del emperador Decio.

vii. Cipriano de Cartago

Por último, llegamos a Cipriano, otro importante hombre de la Iglesia occidental. Ya era un adinerado e influyente ciudadano de Cartago cuando se hizo cristiano en el año 246 d. C., Cipriano llegó a hacer gran hincapié en la unidad y autoridad de la Iglesia. Fue el primero en describir el oficio de obispo de Roma como la «silla de Pedro», conectando así la autoridad apostólica con la primacía de Roma, y estableciendo la base para el papado moderno. Durante la persecución de Deciano, se opuso a quienes sentían que los cristianos vencidos debían ser recibidos de nuevo en la Iglesia, escribiendo su más importante obra La unidad de la Iglesia Católica, para combatir esa idea. «No hay salvación fuera de la Iglesia», declaró célebremente. Cipriano murió como mártir en el año 258 d. C.

  1. Conclusión

Cristo prometió en Juan 14:18: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros». Él nos dio su Palabra en las Escrituras, su cuerpo en la Iglesia, y su Espíritu por medio del bautismo y la comunión. Sin embargo, tal como lo demuestran los errores y las divisiones en la Iglesia primitiva, debemos siempre colocar nuestra fe en Cristo y no en otros cristianos. No obstante, debemos entender la importancia del cuerpo corporativo para preservar la verdad bíblica, y debemos alabar a Dios por su providencia en guiar a la Iglesia a través de dichos desafíos.

 

[1]Plinio el Joven, Cartas x.96.  d. C. 112

[2] La Didaché en Richardson, Cyril C. ed. Early Christian Fathers (Primeros padres cristianos). (Nueva York: Touchstone 1996), pp.174-75.

[3] Justino, Apología I 65-66, d. C. 150.

[4] Justino Mártir, Apología I, 67.

[5] Ireneo, Contra las herejías, 3.3.4.

[6] B.B. Warfield, The Formation of the Canon of the New Testament (La formación del canon del Nuevo Testamento), 415-416.

[7] La Didaché en Richardson, 178.

[8] Citado en  La Tourette, History of Christianity (Historia del cristianismo), Vol. 1, p.118

[9] 1 Clemente, 32.

[10] Ignacio, Epístola a los efesios, 13.

[11] Ignacio, Epístola a los romanos, 5.

[12] Ireneo, Contra las herejías, Libro I

[13] Henry Chadwick, The Early Church (La Iglesia primitiva), Nueva York:, Penguin Publishers, p, 29.

[14] Mateo 19:12: «Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba».